Karen Grant entró en la oficina a las nueve en punto y suspiró con alivio al ver que Anne Webster no había llegado aún. Le costaba un gran esfuerzo disimular su animadversión hacia la propietaria de la agencia. Anne no quería cerrar el trato de la venta a Karen hasta mediados de agosto. Había sido invitada a un vuelo inaugural de la «New World Airlines» a Australia, y no tenía intención de dejarlo escapar. Karen también esperaba hacer el viaje. Edwin era uno de los invitados y habían planeado disfrutarlo juntos.
Karen había dicho a Ann que, en realidad, no hacía falta que fuera a la oficina. Con el poco trabajo que había, ella podía arreglárselas sola. Al fin y al cabo, Anne tenía casi setenta años y el trayecto desde su casa en Bronxville hasta la ciudad era pesado. Pero Anne se estaba mostrando inesperadamente testaruda en seguir al frente, y había convertido en una cruzada el llevar a los mejores clientes a almorzar y asegurarles que Karen los trataría tan bien como ella había hecho.
Claro que Anne tenía un motivo. Durante tres años, recibiría un porcentaje de los beneficios, y no había duda de que si bien las agencias de viajes habían tenido un bajón durante casi dos años, la situación estaba empezando a cambiar y la gente viajaba más.
Karen pensaba que tan pronto como Anne estuviera fuera de juego, Edwin ocuparía su despacho. Aunque tendrían que esperar hasta finales de otoño para irse a vivir juntos. Sería mejor para Karen declarar como desconsolada viuda en el juicio de Laurie Kenyon. Aparte de Anne merodeando por allí y del condenado detective que metía demasiado las narices, Karen era feliz. Estaba loca por Edwin, y la cuenta corriente de Allan era ahora suya. Además de los cien mil o más dólares anuales de que dispondría durante los siguientes veinte años, entretanto, las acciones irían subiendo de valor. En cierta forma, no lamentaba no poder tocar el capital principal de momento. Quizá su locura por Edwin no durara siempre, y, aunque pareciera imposible, los gustos de él eran aún más caros que los suyos.
Karen adoraba las joyas. No podía pasar ante la tienda de «L. Crown», en el vestíbulo, sin detenerse a mirar el escaparate. Tiempo atrás, cuando compraba algo, le preocupaba que Allan bajara de las nubes algún día y le pidiera ver el extracto del banco. Él creía que ingresaban la mayor parte de la renta en una cuenta de ahorro. Pero ya no tenía esa preocupación. Entre el seguro de vida de Allan y la renta, nadaba en la abundancia. Cuando se vendiera la dichosa casa de Clinton, se autoregalaría un collar de esmeraldas. El problema era que muchas personas se mostraban reacias a comprar una casa en la que se había cometido un crimen. Ya había rebajado el precio dos veces.
Esa mañana se preguntaba qué le regalaría a Edwin por su aniversario. Aún le quedaban dos semanas para decidirse.
Se abrió la puerta. Karen forzó una sonrisa dirigida a Anne Webster. «Ahora tendré que oír que anoche durmió fatal, pero que ha echado una cabezadita en el tren», pensó.
—Buenos días, Karen. Caramba, estás preciosa. Es un vestido nuevo, ¿verdad?
—Sí, lo compré ayer. —Karen no pudo resistir decirle el nombre del modisto—: Es un «Scaasi».
—Ya se nota.
Ann suspiró y se apartó un mechón gris que se había escapado de la trenza que coronaba su cabeza.
—Ay, esta mañana noto los años que tengo. Me he pasado media noche en vela. Luego, cómo siempre, me he quedado dormida en el tren. Estaba sentada al lado de Ed Anderson, mi vecino. Me llama bella durmiente, y me dice que cualquier día me despertaré en el andén de mercancías.
Karen rió con ella. «¡Dios mío! —pensó—. ¿Cuántas veces tendré que oír la historia de la bella durmiente? Sólo le quedaban tres semanas, el día en que cerremos el trato, Anne Webster pasará a la historia».
Por otra parte…
Esta vez dedicó a Ann una cálida sonrisa sincera.
—¡Eres una bella durmiente!
Ambas rieron a carcajadas.