Brendon Moody tenía una teoría: espera lo suficiente y lograrás tu oportunidad. Y a él le llegó el 25 de junio, de una fuente inesperada. Don Fraser, un alumno de tercer curso del «Clinton College», fue detenido por tráfico de drogas. Sorprendido con las manos en la masa, solicitó trato de favor a cambio de dar información sobre Laurie Kenyon la noche en que Allan Grant fue asesinado.
El fiscal no le garantizó nada, pero le prometió hacer lo que pudiera. La venta de drogas dentro de una zona escolar de treinta metros alrededor de una escuela superior estaba penada con tres años de cárcel. Como Fraser había sido detenido justo en el límite de esa zona, el fiscal no presionaría en la acusación de «delito dentro de zona escolar» si Fraser le hacía alguna revelación importante.
—Y quiero inmunidad por lo que voy a decirle —añadió Fraser.
—Serías un buen abogado —le dijo el fiscal—. Danos algo que nos ayude, y te ayudaremos. Es todo lo que puedo prometerte. Lo tomas o lo dejas.
—De acuerdo. De acuerdo. Yo estaba por casualidad en la esquina de North Church y Maple la noche del veintiocho de febrero —empezó Fraser.
—¡Por casualidad! ¿A qué hora?
—A las diez y diez.
—Bien, ¿qué ocurrió entonces?
—Había estado charlando con unos amigos. Se marcharon y yo me quedé esperando a una persona que no se presentó. Hacía frío, así que decidí volver al dormitorio.
—Eso fue a las diez y diez.
—Sí. —Fraser escogió bien sus palabras—. De repente vi a una chica que salía de no sé dónde. Era Laurie Kenyon. Todo el mundo la conoce, su fotografía aparecía en los periódicos porque jugaba al golf, y también cuando sus padres murieron.
—¿Cómo iba vestida?
—Anorak y vaqueros.
—¿Algún rastro de sangre en la ropa?
—No. Ninguno.
—¿Hablaste con ella?
—Se me acercó. Por su forma de comportarse, pensé que buscaba compañía. Su actitud era muy sensual.
—Un momento. La esquina de North Church y Maple está a unas diez manzanas de la casa de Grant, ¿no?
—Más o menos. El caso es que me pidió un cigarrillo.
—¿Qué hiciste?
—¿Esto no será utilizado en mi contra?
—No. ¿Qué hiciste?
—Pensé que se refería a «hierba» y saqué unos canutos.
—¿Y entonces?
—Se enfureció. Dijo que esa porquería no le gustaba, y que quería un cigarrillo de tabaco. Como yo llevaba unos paquetes, me ofrecí a venderle uno.
—¿No le ofreciste un cigarrillo?
—Oiga, ¿por qué tenía que hacerlo?
—¿Te compró los cigarrillos?
—No. Al mirar en el bolso dijo: «Maldita sea. Tendré que volver. Esa niña estúpida se ha olvidado de traerlo».
—¿Qué estúpida?, ¿qué había olvidado?
—Ni idea. Supuse que hablaba del bolso. Me dijo que la esperara veinte minutos. Que volvería.
—¿La esperaste?
—Sí, pensé que tal vez mi amigo viniera entretanto.
—¿Te quedaste allí?
—No en el mismo sitio, no quería que me vieran. Me escondí entre dos arbustos, en la casa de la esquina.
—¿Cuánto tiempo esperaste hasta que Laurie volvió?
—Unos quince minutos. Pero no se detuvo. Corría como si llevara un petardo en el trasero.
—Esto es muy importante. ¿Llevaba el bolso?
—Apretaba algo contra el pecho con ambas manos, por eso supongo que sí lo llevaba.