Brendon Moody examinó a Sarah con mirada compasiva. Aquel día de mediados de junio era bochornoso, pero aún no había conectado el aire acondicionado de la biblioteca. Llevaba una chaqueta de lino azul con cuello blanco y falda del mismo color. Sólo eran las ocho y media, pero ya estaba vestida para ir a Nueva York. «Cuatro meses así —pensó Brendon—, comiendo, bebiendo, respirando una defensa que no conduce a ninguna parte; pasando el día en una clínica psiquiátrica y agradeciendo que su hermana esté allí en lugar de ser huésped de la prisión de Hunterdon». Y él se disponía a echar por los suelos su última esperanza. Sophie llamó a la puerta. Sin esperar respuesta, abrió y entró con café, zumo de naranja y panecillos en una bandeja.
—Mr. Moody, espero que usted consiga hacer que Sarah coma algo. Ha llegado a un punto que no prueba bocado. Se está quedando en sólo piel y huesos.
—Sophie, por favor —protestó Sarah.
—Nada de «Sophie, por favor»… Es la verdad. —Dejó la bandeja sobre la mesa, con el rostro crispado por la preocupación—. ¿Va a aparecer también hoy el hombre de los milagros? —preguntó—. Te lo juro, Sarah, deberías subir el alquiler a esa gente.
—En todo caso me lo subirían ellos a mí. Son los propietarios de la casa desde marzo.
—Y el trato era que vosotras os trasladaríais en agosto.
—No me molestan. De hecho, se muestran muy amables conmigo.
—Bueno, he estado viéndolos por televisión estos últimos domingos, y déjame decirte que me parecen buenas piezas. En mi modesta opinión, ese hombre toma el nombre en vano cuando promete milagros a cambio de dinero y habla como si el Señor bajara a charlar con él a diario.
—Sophie… —protestó Sarah.
—De acuerdo, de acuerdo, estáis ocupados. —Sophie salió de la biblioteca meneando la cabeza, sus fuertes pisadas dejaban constancia de su desaprobación.
Sarah sirvió una taza de café a Brendon.
Él cogió la taza, añadió tres terrones de azúcar y movió el líquido con energía.
—Ojalá tuviera buenas noticias —dijo—, pero no es así. Nuestra esperanza era que Allan Grant estuviera aprovechándose de la depresión de Laurie y luego terminara de trastornarla al denunciarla al decano por lo de las cartas. Sarah, si ese hombre se aprovechaba de ella, nunca podremos probarlo. Su matrimonio era un desastre. Yo estaba casi seguro de ello, y he hecho averiguaciones acerca de la esposa. Es una buena pieza. Según el personal del hotel, ha tenido bastantes amistades masculinas. Sin embargo, desde el año pasado, tiene un amante fijo y parece loca por él. Se llama Edwin Rand; es uno de esos tipos guapos y relamidos que ha vivido a costa de las mujeres durante toda su vida. Tiene unos cuarenta años o cuarenta y cinco. Un escritor de viajes no gana lo bastante para vivir, pero recibe invitaciones de instalaciones turísticas de todo el mundo. Él es un artista del «todo gratis».
—¿Lo sabía Allan? —preguntó Sarah.
—No puedo asegurártelo. Cuando Karen estaba en casa, parecían funcionar bien.
—Pero supongamos que lo supiera, se sintiera herido y rechazado, y se fijara en Laurie, que estaba enamorada de él.
Sarah parecía cobrar vida cuando hablaba. «Pobre chica —pensó Brendon—. Se aferra a cualquier cosa que pudiera servirle como defensa».
—No es cierto —contestó con brusquedad—. Allan se veía con una profesora del instituto, Vera West. Ella rompió a llorar mientras me decía que la última vez que habló con Grant lo hizo a las diez y media de la noche en que él murió. Estaba animado. Le comentó que se había quitado un peso de encima porque las cosas estaban aclaradas.
—¿Y eso qué significaba?
—Ella lo interpretó como que él había comunicado a su esposa que quería el divorcio.
Brendon no quiso ver el desencanto en la expresión de Sarah.
—En realidad, hay suficientes indicios para presentar una acusación contra la esposa —le dijo—. La madre de Allan le dejó una fortuna en fideicomiso. Él recibía casi 100 000 dólares anuales de renta. Pero no podía tocar el capital principal, de un millón y medio y seguía en aumento, hasta que cumpliera los sesenta años. Eso indica que la madre sabía que él no era sensato con el dinero.
»Según he oído decir, Karen Grant intentaba que esa renta fuera considerada un subsidio personal. En caso de divorcio, no era propiedad común. Por mucho que gane en la agencia de viajes, no es suficiente para mantener el apartamento de lujo y sus vestidos de alta costura. Con el amante hubiera sido muy distinto. No obstante, como viuda de Allan lo obtiene todo. El único problema —concluyó Brendon— es que Karen Grant, desde luego, no cogió prestado el cuchillo, mató a su marido y luego se lo devolvió a Laurie.
Sarah no se dio cuenta de que el café estaba casi frío. Tomarlo a pequeños sorbos la ayudaba a relajar los músculos de la nuca.
—He tenido noticias de la oficina del fiscal de Hunterdon —dijo a Brendon—. El psiquiatra que enviaron para examinar a Laurie quiso ver las cintas de sus sesiones de terapia. Acepta la posibilidad de que padece trastornos de personalidad múltiple.
Se pasó la mano por la frente, como si intentase borrar una Jaqueca.
—A cambio de que Laurie se declarara culpable de homicidio —prosiguió—, no presionarían para conseguir la pena máxima. Es probable que saliera en cinco años, quizás en menos. Pero si vamos ajuicio, la acusación será asesinato premeditado.