Justin Donnelly caminaba desde la clínica a su apartamento en Central Park Sur, tan enfrascado en sus meditaciones que, por primera vez, no prestó atención al cambiante panorama de Nueva York. A las siete de la tarde, aún faltaban cuarenta minutos para el ocaso. El buen tiempo había lanzado a la gente a la calle, que paseaba a lo largo de la Quinta Avenida, gastaban el tiempo ojeando los puestos de libros en la acera que flanqueaba el parque o evaluando el trabajo de los artistas aficionados.
El penetrante aroma de los pinchos de carne asados que dejaban los carromatos de los cansados vendedores mientras se dirigían a sus refugios nocturnos, el espectáculo de los pacientes caballos enganchados a carruajes engalanados en la esquina de la Quinta Avenida con Central Park Sur, las limusinas delante del «Hotel Plaza»…, todo le pasó desapercibido. El pensamiento de Justin estaba puesto sólo en Laurie Kenyon.
Era, con mucho, la paciente más interesante que se había encontrado hasta entonces. La tendencia general de las mujeres que habían sufrido abusos sexuales cuando niñas era creer que, de alguna forma, ellas mismas habían provocado la situación. Casi todas habían llegado a aceptar que no podían evitar lo ocurrido. Laurie se resistía a esa idea.
Pero había progresos. Antes de abandonar la clínica, se había detenido un momento para despedirse de ella. Acababa de cenar y estaba sentada en el solárium.
—Gregg se ha portado muy bien al venir —había dicho tranquila y pensativa—. Sé que nunca me haría daño.
Justin aprovechó la oportunidad.
—Ha hecho algo más que no lastimarte, Laurie. Te ha ayudado a descubrir que hay algo en tu memoria, que si lo liberas, te ayudará a curarte. El resto depende de ti.
—Ya lo sé. Y voy a intentarlo. Lo prometo. Doctor, ¿sabe lo que me gustaría más que nada en el mundo? —No esperó la respuesta—. Volar a Escocía y jugar un partido de golf en St. Andrews. ¿Le parece una locura?
—Suena fantástico.
—Pero nunca podrá ocurrir.
—No. A menos que te ayudes.
Mientras daba la vuelta para entrar en el edificio, se preguntó si no habría ido demasiado lejos. Quizá se había equivocado al llamar al psiquiatra nombrado por la oficina del fiscal y pedirle un diagnóstico para que Laurie pudiera cambiar la cárcel por una asistencia ambulatoria.
Pocos minutos después se hallaba sentado en el balcón de su apartamento, paladeando su «Chardonnay» australiano, cuando el teléfono sonó. Era de la clínica. La jefa de enfermeras se disculpó por molestarle.
—Se trata de Miss Kenyon. Dice que tiene que hablar con usted en seguida.
—¡Laurie!
—Ella, no, doctor. Se trata de una de sus personalidades alteradas, Kate. Quiere decirle algo muy importante.
—¡Que se ponga!
—Doctor Donnelly —dijo una voz estridente—, tiene que saberlo. Hay un niño que quiere contarle algo espantoso, pero Laurie tiene miedo y no le deja.
—¿Quién es el niño, Kate? —preguntó Justin sin perder tiempo. «Ya lo sabía, pensó. Laurie tiene otra personalidad que aún no ha aflorado».
—No sé cómo se llama. No me lo quiere decir. Pero tiene nueve o diez años, es inteligente y ha pasado un infierno por Laurie. Ya no puede seguir con la boca cerrada, y sigue preocupado por ella. Usted la está agotando. Él ha estado a punto de presentarse hoy.
La comunicación se cortó con un «click» en el oído de Justin.
Colgaron.