Sentada a una mesa del «Villa Cesare», de Hillsdale, a pocos kilómetros de Ridgewood, Sarah se preguntaba por qué diablos se había dejado convencer para cenar con el reverendo Bobby y con Carla Hawkins.
La pareja se había presentado en la puerta de su casa cinco minutos después de que ella regresara de Nueva York. Sólo estaban dando una vuelta, explicaron, para familiarizarse con el vecindario, y ella les había adelantado en Lincoln Avenue.
—Usted tenía todo el aspecto de necesitar una pequeña ayuda —dijo el reverendo—. He sentido que el Señor me recomendaba dejarme caer por aquí, a saludarla.
A las siete, a su llegada a casa después de salir de la clínica y de despedir a Gregg Bennett, Sarah se había dado cuenta del cansancio y del hambre que tenía. Sophie no estaba. Y en el mismo momento en que abrió la puerta y vio la casa vacía supo que no quería quedarse allí.
«Villa Cesare» era su restaurante favorito desde hacía tiempo, un gran lugar para comer. Almejas en salsa, langostinos con mayonesa, un vaso de vino blanco, un capuccino; con un ambiente acogedor y jovial. Se disponía a salir cuando llegaron los Hawkins; sin saber cómo, acabaron uniéndose a ella.
Mientras saludaba a los conocidos de mesas vecinas, Sarah se dijo: «Son personas amables, y aceptaré todas las plegarias que pueda conseguir». Absorta en sus pensamientos, se dio cuenta muy pronto que el reverendo Hawkins le preguntaba por Laurie.
—Es cuestión de tiempo —explicó—. Justin…, es decir, el doctor Donnelly, no tiene la menor duda de que Laurie abandonará poco a poco sus defensas y hablará de la noche en que el profesor Grant murió; pero, al parecer, su memoria está entretejida con su terror a lo que le ocurrió en el pasado. El doctor cree que en algún punto logrará una ruptura espontánea. Reguemos a Dios que así sea.
—Amén —murmuraron Bobby y Carla al unísono.
Sarah se dijo que la habían cogido desprevenida. Hablaba demasiado de Laurie. Esas personas, al fin y al cabo, eran extraños cuya única relación con ella era la compra de la casa.
La casa. Un tema intrascendente.
—Mamá planeó el jardín para que siempre tuviéramos color —dijo, al tiempo que seleccionaba un panecillo—. Los tulipanes son maravillosos. Ya los han visto. Las azaleas florecerán dentro de una semana o algo así. Son mis favoritas. Las nuestras son grandes, pero las D’Andrea son fuera de serie. Son las que hay en la casa de la esquina.
Opal sonrió abiertamente.
—¿Qué casa?, ¿la de las contraventanas verdes o la blanca que antes era rosa?
—La que antes era rosa. Cielos, mi padre puso el grito en el cielo cuando los antiguos propietarios la pintaron de ese color. Recuerdo que dijo que iba a dirigirse al Ayuntamiento a pedir que le rebajaran los impuestos.
Opal sintió la mirada de Bic clavarse en ella con odio. Su enorme error casi le quitó la respiración. ¿Por qué se le había ocurrido pensar en la casa rosa? ¿Cuántos años habrían transcurrido desde que había sido repintada?
Por suerte, Sarah Kenyon no pareció reparar en su desliz. Les habló del apartamento y del estado de las obras.
—El uno de agosto estará terminado. Entonces les dejaremos la casa libre. Han sido muy amables al esperar para ocuparla.
—¿Hay alguna posibilidad de que Laurie pueda irse a casa? —preguntó Bic como por casualidad, mientras el camarero le servía albóndigas en salsa picante.
—Rece por que así sea, reverendo —contestó Sarah—. El doctor Donnelly dice que ella no supone amenaza alguna para nadie. Quiere que un psiquiatra nombrado por la oficina del fiscal la examine y certifique que puede convertirse en una paciente de ambulatorio. Cree que para cooperar en su propia defensa, Laurie necesita superar la sensación de que tiene que permanecer encerrada bajo llave para sentirse a salvo.
—No hay nada que ansíe más que ver a su hermanita en su nuevo hogar de Ridgewood —dijo Bic, al tiempo que palmeaba la mano de Sarah.
Esa noche, cuando Sarah se acostó, tuvo la inquietante impresión de que algo que debería haber observado había escapado a su atención.
«Debe de ser algo que Laurie dijo», pensó mientras intentaba conciliar el sueño.