Vera West contaba los días que faltaban para el final de curso. Cada vez le resultaba más difícil mantener la apariencia de serenidad que consideraba absolutamente necesaria. Mientras caminaba por el campus a últimas horas de la tarde, con el maletín lleno de trabajos finales de sus alumnos, rogaba por no romper a llorar antes de llegar a casa.
Le encantaba el chalé. Situado en un bosque, había sido la cabaña del jardinero de la mansión contigua. Había aceptado el empleo en el Departamento de literatura inglesa del «Clinton College» porque, después de volver a la Facultad para conseguir el doctorado a los treinta y siete años y recibirlo a los cuarenta, se encontraba insatisfecha y con ganas de marcharse de Boston.
«Clinton College» era la clase de instituto pequeño que le gustaba. Gran amante del teatro, también le iba de perilla lo cerca que se hallaba de Nueva York.
A lo largo de su vida, unos pocos hombres se interesaron por ella. En alguna ocasión había deseado encontrar a alguien especial, pero decidió que estaba destinada a seguir los pasos de sus tías solteronas.
Después conoció a Allan Grant.
Hasta que no fue demasiado tarde, no se le pasó por la cabeza que se estaba enamorando de él. Era otro miembro de la Facultad, un ser humano estupendo, un profesor del que admiraba la inteligencia, comprendía su popularidad.
Había empezado en octubre. Una noche, el automóvil de Allan no quería arrancar y ella se ofreció a llevarle a casa después de una lectura de Kissinger en el auditorio. Él la invitó a tomar una copa en su casa y Vera aceptó. No sabía que la esposa de Allan se hallara ausente.
Su casa resultó una sorpresa. Lujosamente amueblada, era asombrosa, si se tenía en cuenta cuál debía de ser su salario. Pero no daba la impresión de haber sido un gran esfuerzo común. Le hacía falta una buena limpieza. Sabía que Karen, su mujer, trabajaba en Manhattan, pero ignoraba que tuviera un apartamento allí.
—Hola, profesora West.
—¿Cómo…? Ah… Hola.
Vera trató de sonreír al cruzarse con un grupo de estudiantes. Por su aspecto alegre, se adivinaba el fin de curso. Ninguno de ellos temía el vacío del verano, el vacío del futuro.
Esa primera tarde en casa de Allan, ella se había ofrecido a buscar los cubitos de hielo mientras él preparaba un par de whiskies con soda. En el congelador tenía apiladas raciones individuales de pizza, lasaña, pastelitos de pollo y Dios sabía qué más. «Cielos, ¿es así como este pobre hombre se alimenta?», pensó.
Dos noches después. Allan pasó por su casa para dejarle un libro. Ella había asado un pollo, y el invitador aroma impregnaba la sala. Cuando él lo comentó. Vera, impulsiva, lo invitó a cenar.
Allan tenía por costumbre dar un largo paseo antes de la cena. Empezó a hacer un alto de vez en cuando, y después más a menudo las noches que Karen estaba en Nueva York. Telefoneaba, preguntaba si ella quería compañía y si la respuesta era afirmativa…, ¿qué podía llevar? Se presentaba a cenar con una botella de vino, un pedazo de queso o una bolsa de fruta. Siempre se marchaba entre ocho y ocho y media. Su comportamiento para con ella era atento siempre, aunque el mismo si la sala hubiese estado llena de gente.
Incluso así, Vera empezó a sufrir de insomnio al preguntarse cuánto tiempo tardarían los chismorrees en empezar. Sin habérselo preguntado, estaba segura de que no había hablado con su esposa del tiempo que pasaban juntos.
Allan le enseñó las cartas de Leona tan pronto como empezaron a llegar.
—No se las pienso enseñar a Karen —dijo—. La preocuparía.
—Seguro que no creería ni una palabra.
—No, pero bajo ese aspecto tan sofisticado, es una mujer insegura, y depende de mí más de lo que cree.
Pocas semanas después le dijo que Karen había encontrado las cartas.
—Justo lo que me esperaba. Está alterada y muy preocupada.
Vera pensó que Karen tenía muchas contradicciones. Se preocupaba por su marido, pero siempre estaba ausente de casa. Qué mujer tan tonta.
Al principio. Allan parecía evitar deliberadamente cualquier conversación de tipo personal. Después, poco a poco, empezó a hablarle de su vida.
—Mi padre nos abandonó cuando yo tenía ocho meses. Mi madre y mi abuela… vaya par, hacían cualquier cosa para ganar un dólar. —Soltó una carcajada—. Y quiero decir cualquier cosa. La abuela tenía una casona en Ithaca. Alquilaba habitaciones a jubilados. Siempre he dicho que crecí en un hotel. Cuatro o cinco huéspedes eran maestros jubilados, así que tenía mucha ayuda para hacer los deberes. Mi madre trabajaba en los grandes almacenes locales. Ahorraban hasta el último penique para mi educación. Estoy seguro que les contrarió que me pagase yo los estudios cuando conseguí una beca para «Yale». Ambas eran buenas cocineras. Todavía recuerdo lo agradable que resultaba llegar a casa en una noche fría, abrir la puerta, sentir el calor y aspirar los aromas de la cocina.
Allan le había explicado eso una semana antes de su muerte.
—Vera, es lo mismo que siento al entrar aquí —había añadido—. Calor, y la sensación de volver a casa con una persona con la que quiero estar y de la que espero que me quiera. ¿Tendrás paciencia conmigo? He de poner algunas cosas en orden.
La noche de su muerte. Allan había estado con ella por última vez. Se sentía deprimido y angustiado.
—Antes debería de haber hablado con Laurie y con su hermana. He metido la pata acudiendo al decano. Me ha insinuado que soy demasiado cordial con las chicas. Y me ha preguntado si Karen y yo teníamos problemas, y si había algún motivo para que ella permaneciera fuera tanto tiempo.
Esa noche, en la puerta, la había besado suavemente.
—Esto cambiará —dijo—. Te quiero y te necesito mucho.
Algo parecido a un sexto sentido le había aconsejado que le pidiera que se quedara. Ojalá hubiera hecho caso a su idea, y al diablo con las habladurías. Pero le dejó marchar. Poco después de las diez y media, él le había telefoneado. Parecía muy alegre. Acababa de hablar con Karen y las cosas habían quedado claras. Se tomaría una píldora para dormir. Y había repetido:
—Te amo.
Las últimas palabras que escucharía de él.
Demasiado nerviosa para acostarse. Vera miró las noticias de las once y ordenó la sala, recogiendo revistas y ahuecando cojines. En el sillón de orejas vio algo brillante. La llave de contacto del coche de Allan. Debía de habérsele caído del bolsillo.
Sentía una preocupación irracional por él. La llave era una excusa para llamarle. Marcó el número y dejó que el teléfono sonara y sonara. No hubo respuesta. «La píldora le habrá hecho efecto», se dijo para tranquilizarse.
De repente, recordando otra vez su soledad, Vera corrió con la cabeza baja por el empedrado, el rostro de Allan fijo en su mente. Llegó a la escalera.
Allan, Allan, Allan.
No se dio cuenta de que había pronunciado el nombre en voz alta hasta que se encontró con los ojos penetrantes de Brendon Moody, que la esperaba en la puerta de su casa.