El «arquitecto» que Bic llevó a casa de los Kenyon en una de las primeras visitas era un ex convicto de Kentucky. Él se ocupó de realizar la complicada instalación del equipo activado por la voz en la biblioteca y en el teléfono, y de ocultar una grabadora en la habitación de invitados, sobre el estudio.
Mientras Bic y Opal trajinaban arriba con cintas métricas, tapicerías y muestras de empapelado, resultaba fácil cambiar las cintas de los casetes. Las escuchaban en el aparato del coche y volvían a ponerlas una y otra vez en la suite del «Wyndham Hotel».
Sarah había empezado a mantener conversaciones cada tarde con Justin Donnelly, y eran una mina de oro informativa. Al principio. Opal tenía que hacer enormes esfuerzos para disimular su resentimiento ante el desproporcionado interés de Bic por cualquier noticia de Lee. Pero a medida que las semanas transcurrían, se sentía dividida entre el miedo a ser descubiertos y la fascinación durante las conversaciones sobre los destellos de memoria de Laurie. El doctor le comentó a Sarah el asunto de la mecedora y a Bic eso le pareció conmovedor.
—Era un pequeño encanto —suspiró—. Recuerda qué bonita era, y cantaba muy bien. Supimos enseñarla. —Sacudió la cabeza—. Mía. Mía. —Entonces frunció el ceño—. Pero empieza a hablar.
Bic había abierto las ventanas del hotel, permitiendo que el tibio aire de mayo entrara en la habitación, y la suave brisa meciera las cortinas. Se dejaba crecer el cabello y en ese momento estaba despeinado. Llevaba unos pantalones viejos y una camiseta deportiva, que hacía visible el rizado vello de los brazos a los que Opal llamaba su almohada favorita. Lo miró, y hubo adoración en su mirada.
—¿En qué piensas, Opal?
—Dirás que estoy chiflada.
—Inténtalo.
—Se me acaba de ocurrir que con el cabello alborotado, la camiseta y sin chaqueta, lo único que te falta es el pendiente de oro que solías llevar y el reverendo Hawkins desaparecería. Volverías a ser Bic, el cantante de los bares.
Bic la contempló largamente.
«No he debido decirlo», pensó Opal horrorizada.
Pero él contestó:
—Opal, el Señor te ha enviado esa revelación. Yo estaba pensando en la vieja granja de Pennsylvania y en la mecedora donde me sentaba con la dulce pequeña en mis brazos, e iba conformando un plan. Tú lo has completado.
—¿De qué se trata?
La expresión benevolente se desvaneció.
—Nada de preguntas. Eso lo sabes ya. Nada de preguntas. Se trata de un asunto entre Dios y yo.
—Perdona, Bobby. —Lo llamó así a propósito, a sabiendas de que lo apaciguaría.
—Está bien. Algo que he aprendido de tanto escuchar es que no debo llevar manga corta delante de esa gente de la casa. El asunto del vello espeso en los brazos empieza a repetirse demasiado. ¿Y has observado algo más?
Ella no contestó.
Bic sonrió con frialdad.
—La situación está encendiendo un pequeño fuego romántico. Presta atención al tono en que se hablan Sarah y el doctor. Cada vez es más íntimo, y él se preocupa mucho por ella. Le irá bien tener a alguien que la consuele cuando Lee se reúna con el coro celestial.