Durante los tres meses entre los primeros días de febrero hasta los últimos de abril, Brendon Moody había realizado frecuentes visitas al «Clinton College», con lo que se convirtió en una figura familiar. Charlaba con los estudiantes en la cantina o en el centro recreativo, mientras se relacionaba con las compañeras de residencia de Laurie.
Al finalizar el trimestre, había averiguado poco que pudiera servir para la defensa de Laurie, aunque disponía de algunos detalles que quizá rebajaran la sentencia. En los primeros tres años de Facultad, la joven había sido una estudiante modelo, apreciada por profesores y compañeros.
—Buenas amigas sí, pero no íntimas —le confesó una chica del tercer piso de la residencia—. Al cabo de algún tiempo es bastante normal hablar de los chicos con los que sales, de tu familia, o de lo que piensas. Laurie nunca lo hizo. Se relacionaba con todas nosotras y era muy agradable; pero si alguna le preguntaba por Gregg Bennett, que evidentemente estaba enamorado de ella, se limitaba a sonreír. Siempre mostraba una gran reserva.
Brendon Moody había investigado los antecedentes de Gregg Bennett. Procedía de una acaudalada familia. Era brillante. Había dejado la facultad para convertirse en empresario, fracasó y volvió a los estudios. En las dos asignaturas principales obtenía matrícula de honor. Acabaría en mayo, y se había matriculado en «Stanford» para setiembre. «La clase de muchacho que uno desearía que su hija llevara a casa para conocer a la familia», pensó Brendon. De repente recordó que había dicho lo mismo de Ted Bundy el asesino de ancianas.
Todos los estudiantes estaban de acuerdo en que Laurie había cambiado de forma radical después de la muerte de sus padres. Melancólica. Ausente. Se quejaba de jaquecas. Faltaba a las clases. Entregaba los trabajos con retraso.
—A veces pasaba por mi lado sin saludarme, o me miraba como si nunca me hubiese visto —explicó uno de sus compañeros del curso anterior.
Brendon no habló con nadie sobre los trastornos de personalidad de Laurie. Sarah lo reservaba para el juicio y no quería publicidad al respecto.
Varias estudiantes habían observado que Laurie salía sola de noche y regresaba tarde. Lo habían comentado entre ellas, tratando de adivinar con quién se encontraba. Algunas habían empezado a atar cabos debido a que solía llegar temprano a las clases de Allan Grant y se entretenía a hablar con él cuando terminaban.
A Louise Larkin le encantaba charlar con Moody. Gracias a ella supo que Allan Grant había demostrado cierto interés por una de las nuevas profesoras de literatura inglesa. Siguiendo el hilo de Mrs. Larkin, habló con Vera West, pero ella le respondió con evasivas.
—Allan Grant era un buen amigo para todos —le contestó cuando Brendon le preguntó por él, ignorando cualquier doble intención en la pregunta.
«Vuelta a empezar», pensó Brendon, ceñudo. El problema era que el curso terminaría pronto, y muchos compañeros de Laurie se licenciarían. Personas como Gregg Bennett.
Con esa idea en mente, Brendon le telefoneó para invitarle a tomar café y charlar. Gregg estaba a punto de salir de fin de semana, así que acordaron encontrarse el lunes. Como siempre, Bennett le preguntó cómo seguía Laurie.
—Por lo que su hermana me dice, parece que va bastante bien —contestó Brendon.
—Recuérdele a Sarah que me llame si puedo ayudarla en algo.
«Otra semana infructuosa», pensó Brendon mientras se dirigía a casa. Con gran disgusto, supo que su mujer tenía una reunión de «Tupperware» en casa esa noche.
—Comeré algo en «Solari’s» —dijo y le dio un furtivo beso en la frente—. ¿Cómo has podido dejarte embaucar con esa bobada? No lo entiendo.
—Que lo pases bien, cariño. Te irá de perilla ponerte al día con los habituales.
Esa noche, Brendon consiguió su tan esperada oportunidad. Estaba sentado en la barra, hablando con algunos viejos conocidos de la oficina del fiscal. La conversación derivó hacia las hermanas Kenyon. La impresión general era que Sarah saldría mejor librada si solicitaba un trato.
—Si llega a un acuerdo para dejar la acusación en homicidio con agravantes, a Laurie pueden caerle entre quince y treinta años; de los cuales sólo cumpliría una tercera parte… Eso significa que tendría veintiséis años o veintisiete cuando saliese en libertad.
—Le han asignado el caso al juez Armon, y ése no recorta condenas —comentó otro de los ayudantes del fiscal—. De todas formas, los asesinos por crímenes pasionales no caen bien a los jueces a la hora de dictar sentencia.
—No me gustaría ver a alguien tan agradable como Laurie Kenyon encerrada con algunas de esas chicas duras —comentó otro.
Bill Owens, detective privado en una compañía de seguros, estaba de pie, al lado de Brendon. Esperó hasta que los demás cambiaron de tema.
—Brendon, lo que voy a confiarte no puede salir de nosotros dos.
Moody no volvió la cabeza, pero lo miró de reojo.
—¿De qué se trata?
—¿Conoces a Danny O’Toole?
—¿Danny el Sabueso de Cónyuges? Por supuesto. ¿A quién ha estado espiando últimamente?
—Ahí está el quid del asunto. La otra noche se encontraba aquí un poco achispado y, como ya es habitual, alguien citó el caso Kenyon. Escucha esto. Después de la muerte de los padres, Danny fue contratado para que investigara a las hermanas. Algo referente a un seguro. Cuando detuvieron a la más joven, el trabajo se terminó.
—Huele a gato encerrado —contestó Moody—. Me pondré manos a la obra. Y gracias.