Laurie se despertó al oír un murmullo de voces en el pasillo. Se trataba de un sonido reconfortante, el que había estado escuchando durante tres meses. Febrero. Marzo. Abril. Eran los primeros días de mayo. Fuera, antes de ingresar, en la calle, en el campus, o incluso en casa, había empezado a sentir como si estuviera saltando al vacío, incapaz de detener la caída. En la clínica, sin embargo, leudaba la sensación de hallarse suspendida en el espacio. Agradecía el indulto momentáneo, aunque sabía que nadie podría salvarla.
Se sentó despacio y se abrazó las piernas. Ése era uno de los mejores momentos del día, cuando se despertaba sin que la pesadilla del cuchillo la hubiera acechado durante el sueño nocturno.
Era el tipo de cosas que querían que escribiera en el dietario. Alargó la mano hasta la mesilla de noche y cogió el bloc de notas y la pluma. Tenía tiempo de garabatear algunos pensamientos antes de vestirse y bajar a desayunar. Apiló las almohadas, se recostó y abrió el bloc.
Había páginas escritas que anoche no lo estaban. Una y otra vez, una mano infantil había escrito: Quiero a mi mamá. Quiero ir a casa.
*****
Esa mañana más tarde, cuando ella y Sarah estaban sentadas delante de la mesa del doctor Donnelly, Laurie lo observó mientras él leía el dietario. «Es un hombre enorme —pensó—, con esos hombros tan anchos, las facciones como talladas en piedra, esa generosa mata de cabello oscuro». Le gustaban los ojos, azul oscuro. No solían agradarle los bigotes, pero el suyo parecía adecuado, sobre todo por encima de la dentadura, perfecta y blanca. Las manos también eran bonitas; anchas pero con los dedos largos y sin vello. Qué curioso, podía pensar que un bigote sentaba de maravilla al doctor Donnelly, pero no soportaba el vello en las manos o en los brazos de un hombre. Sin darse cuenta, lo había dicho en voz alta.
Donnelly levantó los ojos.
—¿Por qué, Laurie?
—No sé por qué lo he dicho —repuso con un encogimiento de hombros.
—¿Querrías repetirlo?
—He dicho que odio el vello en las manos y en los brazos de un hombre.
—¿Por qué crees que se te ha ocurrido eso ahora?
—Ella no va a contestar.
De inmediato, Sarah reconoció la voz de Kate.
—Adelante, Kate —dijo Justin, con buen humor—. No puedes intimidar a Laurie. Ella quiere hablar conmigo. O quizá Debbie. Creo que Debbie fue la que escribió anoche en el Diario. Parece su caligrafía.
—Desde luego, mía no es. —Durante los tres meses, el tono se había ido haciendo menos estridente. Se había producido cierta complicidad entre Justin y la personalidad alterada, Kate.
—¿Puedo hablar con Debbie de nuevo?
—De acuerdo. Pero no la haga llorar otra vez. Ya estoy hasta la coronilla de sus sollozos de niña.
—Kate, eso son bravatas. Proteges a Debbie y a Laurie, y ambos lo sabemos. Pero vas a tener que dejar que te ayude, es demasiado trabajo para ti.
La melena cayendo hacia adelante era la señal habitual. A Sarah se le encogía el corazón cuando oía la voz de la aterrorizada niña que se hacía llamar Debbie. ¿Había sido ésa su hermana durante los dos años que estuvo secuestrada? ¿Siempre llorando, aterrorizada, mientras añoraba a sus seres queridos?
—Hola, Debbie —saludó Justin—. ¿Cómo está la chica grande hoy?
—Mejor, gracias.
—Debbie, me alegro de que hayas vuelto a escribir el Diario. ¿Por qué escribiste esto anoche?
—Sabía que dentro no había nada. Primero lo sacudí.
—¿Lo sacudiste?, ¿qué esperabas encontrar?
—No lo sé.
—¿Qué te daba miedo encontrar, Debbie?
—Más fotos —murmuró—. Ahora debo irme. Ellos están buscándome.
—¿Quiénes?; ¿quién te busca?
Pero se había ido.
Una carcajada perezosa. Laurie había cruzado las piernas, un poco ladeada en la silla. Con un gesto deliberadamente provocativo, se acarició el cabello.
—Allá va, a tratar de esconderse, con la esperanza de que no la encuentren.
Sarah se quedó helada: Leona, la personalidad alterada que escribía las cartas a Allan Grant. Ésa era la mujer rechazada que lo había matado. En esos tres meses, sólo se había manifestado en dos ocasiones.
—Hola, Leona. —Justin adoptó la postura del hombre que presta su especial atención a una mujer atractiva—. He estado esperando que nos hicieras una visita.
—Bueno, una chica tiene que vivir su vida. No se puede estar abatida eternamente. ¿Tienes un cigarrillo?
—Desde luego. —Abrió el cajón, le ofreció el paquete y le dio fuego—. ¿Has estado deprimida, Leona?
—Ya sabes cómo son esas cosas —respondió con un encogimiento de hombros—. Estaba loca por el profesor soplón.
—¿Allan Grant?
—Sí, pero ya he terminado. Lo siento por él, aunque comprendo lo que hizo.
—¿Qué hizo?
—Acobardarse y delatarme al decano.
—Estabas furiosa con él por eso, ¿verdad?
—Y tanto. También Laurie, pero por otras razones. Ella hizo una actuación de primera cuando lo acorraló en el vestíbulo.
«Tendré que pedirle un trato al fiscal —pensó Sarah—. Si esta personalidad aflora durante el juicio, sin demostrar el menor remordimiento por el asesinato de Allan Grant…».
—Sabes que Allan está muerto…
—Oh, ya me he acostumbrado. ¡Pero vaya golpe!
—¿Sabes cómo murió?
—Pues claro. Nuestro cuchillo de cocina. —El descaro se desmoronó—. Juro ante Dios que hubiera querido dejarlo en mi habitación cuando se lo clavé esa noche. La verdad es que yo estaba loca por él.