A mediados de marzo, Karen Grant conducía su coche hacia Clinton con intención de que ésa fuese la última vez que pisaba aquél. En las semanas transcurridas desde la muerte de Allan, se había pasado los sábados vaciando la vivienda. Había eliminado todo lo acumulado en seis años de matrimonio y seleccionado los muebles que quería para su apartamento de Nueva York. El resto lo dejó para un comerciante de muebles de segunda mano. Había vendido el coche de Allan y la casa estaba en manos de una inmobiliaria. Iba al funeral que se celebraría por Allan en la capilla del campus.
Al día siguiente saldría para una corta estancia de cuatro días en St. Thomas. Sería agradable escapar, reflexionaba mientras bajaba hacia la autopista de Nueva Jersey. Las ventajas de trabajar en una agencia de viajes eran fenomenales. La habían invitado a «Frenchman’s Reef», uno de sus lugares preferidos.
Edwin también iría. El pulso se le aceleró y esbozó una sonrisa inconsciente. En otoño, ya no tendrían que ocultarse nunca más.
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El servicio fúnebre transcurrió como el funeral. Era emocionante escuchar los elogios que hacían de Allan. Karen sollozaba, y Louise Larkin, sentada a su lado la rodeó con un brazo.
—Si me hubiera hecho caso —susurró a Louise—. Le advertí que la chica era peligrosa.
Después hubo una recepción en casa de los Larkin. Karen había admirado aquella casa siempre. Tenía más de cien años y había sido bellamente restaurada. Le recordaba las casas de Cooperstown, donde vivían tantos de sus compañeros de instituto. Ella se había criado en un estacionamiento para caravanas, y aún recordaba cuando uno de los chicos de la escuela le había preguntado con desprecio si sus padres iban a enviar un dibujo de su hogar móvil como felicitación de Navidad.
Los Larkin habían invitado no sólo a los profesores de la Facultad y al personal de administración, sino también a una docena de estudiantes. Algunos le ofrecieron sentidas condolencias, otros le explicaron anécdotas de Allan. Los ojos de la viuda se humedecían al decir que cada día echaba más en falta a Allan.
Al otro lado del salón. Vera West, la profesora cuarentona que se había incorporado a la Facultad ese mismo curso, balanceaba una copa de vino blanco. Su ovalado y agradable rostro estaba enmarcado por un corto cabello castaño, con ondulado natural. Las gafas de cristal ahumado escondían sus ojos color avellana. No las necesitaba para ver mejor, pero temía que la expresión de su mirada resultase demasiado reveladora. Bebió un sorbo de vino, mientras intentaba olvidar que, unos meses atrás, en una fiesta de la Facultad, Allan, y no su esposa, estaba al otro extremo del salón. Vera había confiado en que su baja por enfermedad le diera el tiempo necesario para contener sus emociones; emociones de las que nadie debía sospechar. Cuando se echaba hacia atrás el mechón de cabello que siempre conseguía caer sobre su frente, recordó el verso de un poeta del siglo XIX: «La pena que nunca se expresa es la carga más pesada de llevar».
Louise Larkin se le acercó.
—Me alegro de que esté de vuelta. Vera. La hemos echado en falta. ¿Qué tal se encuentra? —Los ojos de Louise eran inquisidores.
—Mucho mejor, gracias.
—La mononucleosis debilita tanto…
—Sí, desde luego.
Después del funeral de Allan, Vera se había marchado a su chalé en Cape Cod. La enfermedad había sido la excusa que dio cuando telefoneó al decano.
—Karen está fantástica para ser alguien que ha sufrido una pérdida tan terrible, ¿no le parece, Vera?
Ella alzó la copa hasta sus labios y bebió un sorbito.
—Karen es una mujer muy hermosa —respondió serena.
—Lo que quiero decir es que usted ha perdido tanto peso y hace tan mala cara… Le aseguro que si yo fuese una extraña y tuviese que adivinar quién es la viuda de las dos, apostaría por usted. —Louise Larkin estrechó la mano de Vera y le sonrió con simpatía.