El martes por la mañana, Brendon Moody se dirigía al campus del «Clinton College». Tenía la intención de interrogar a las internas del edificio donde Laurie tenía su estudio. Después del funeral de Allan Grant, le había echado un vistazo. El «Clinton College» había sido construido cinco años atrás para cubrir las necesidades de los estudiantes de clase alta. Las habitaciones, bastante amplias, incluían una pequeña cocina y baño. Era un alojamiento muy usual para alumnos como Laurie, que podía pagar el recargo por intimidad.
El apartamento de Laurie había sido registrado a fondo y luego pasaron los analistas del laboratorio de la oficina del fiscal. Estaba patas arriba. La cama aparecía deshecha, la entreabierta puerta del armario indicaba que habían revuelto la ropa y la habían colgado de cualquier manera. El contenido de los cajones del tocador estaba desparramado sobre el escritorio.
Moody sabía que los agentes se habían llevado la máquina y el papel donde las cartas de Allan Grant fueron escritas. Sabía que las sábanas, la ropa, la correa del reloj y el brazalete de Laurie, todo ello manchado de sangre, estaban confiscados.
Si le hubiesen preguntado qué buscaba, él hubiera respondido: «Nada».
—Nada.
Y era cierto. Brendon Moody no tenía un propósito determinado in mente. Rondaba por allí para familiarizarse con el ambiente.
En sus condiciones normales, la habitación debía de ser acogedora. Las cortinas color marfil, largas hasta el suelo, recogidas a un lado. La colcha con volante en todo el borde, reproducciones en papel de Monet y Manet, cuadros en las paredes, media docena de trofeos de golf sobre la librería… La chica no tenía fotos de compañeros de clase y ni de amigos en el marco espejo de la cómoda, algo que solía ser habitual en las habitaciones de estudiantes, sólo había una sobre el escritorio. Brendon estudió la fotografía: los Kenyon. Él había conocido a los padres. Debía de haber sido tomada en la parte posterior de la casa, donde tenían la piscina. Se notaba que la familia se sentía bien y contenta de estar juntos.
«Ponte en el lugar de Laurie —pensó Moody—. La familia destruida. Te culpas a ti misma del hecho. Eres vulnerable y un tipo te colma de atenciones; es un hombre atractivo y lo bastante mayor como para convertirse en una imagen del padre, y entonces te rechaza. Y tú explotas».
Demasiado sencillo. Brendon paseaba, examinaba, evaluaba. Se detuvo delante de la bañera. Allí se encontraron rastros de sangre. Laurie había sido lo bastante astuta como para lavar su ropa y las sábanas, llevarlas a la secadora, y hacer la cama de nuevo. También lavó la correa del reloj. Branden sabía que el fiscal utilizaría esos hechos como evidencias. Provocar pánico y confusión cuando el asesino había intentado, sistemáticamente, destruir las pruebas.
Se disponía a abandonar la habitación, y miró a su alrededor una vez más. No había encontrado nada, ni un hilo que pudiera ser utilizado para defender a Laurie. ¿Por qué tenía la inquietante sensación de que algo, de alguna manera, se le escapaba?