El lunes por la mañana, diez días después del funeral de su marido, Karen Grant entró en la agencia de viajes con un montón de correo en las manos.
Anne Webster y Connie Santini estaban ya allí. Habían comentado el hecho de que Karen no las hubiera invitado al bufé aunque oyeron con toda claridad cómo el decano le había dicho que incluyera en su invitación a los amigos presentes en la ceremonia.
Anne Webster aún se devanaba los sesos por la exclusión.
—Estoy segura de que Karen se sentía demasiado acongojada.
Connie pensaba de otra manera. Opinaba que Karen no quería que nadie de la Facultad les preguntara cómo iba la agencia de viajes. Anne era capaz de responder con toda ingenuidad que el negocio estaba de capa caída desde hacía años. Connie hubiera apostado su último dólar a que Karen había dado la impresión en Clinton de que «Global Travel» era casi la «American Express».
La conversación terminó con la llegada de Karen. Al entrar les dio los buenos días.
—El decano mandó a alguien para que recogiera el correo en casa. Ya veis qué montón. Supongo que casi todas serán condolencias, y no soporto la idea de leerlas, pero debo hacerlo. —Con un suspiro más que exagerado se sentó detrás de su escritorio y buscó el abrecartas—. ¡Dios mío! —jadeó al cabo de unos minutos.
Connie y Anne saltaron del asiento y acudieron junto a ella.
—¿Qué ocurre? ¿Qué tienes?
—Llama a la Policía de Clinton —le ordenó Karen, tan blanca como la nieve—. Hay una carta de Laurie Kenyon, firmada de nuevo con el nombre de Leona. ¡Esa loca amenaza con matarme!