Thomasina había esperado que, después del programa, el reverendo Bobby Hawkins y su encantadora esposa, Carla, la invitaran a almorzar en un lugar bonito como la «Tavern on the Green» y quizá le propusieran un paseo en coche por la ciudad de Nueva York. Hacía treinta años que Thomasina no había estado allí.
Pero algo ocurrió. En el mismo instante en que las cámaras se apagaron, Carla susurró algo al oído del reverendo, y ambos parecieron preocupados. El resultado fue que casi se la quitaron de encima con un rápido «Muchas gracias, adiós, y siga rezando». Después, unos ayudantes la acompañaron al coche que la conduciría al aeropuerto.
Durante el trayecto, Thomasina intentó consolarse con la gloria de su aparición en el programa, y con las nuevas historias que tendría para contar. Tal vez Buenos días, Harrisburg la invitara en alguna otra ocasión para que hablara del milagro.
Lanzó un hondo suspiro. Estaba cansada. La noche anterior apenas había pegado ojo a causa de la excitación. Ahora le dolía la cabeza y le apetecía una taza de té.
Llegó al aeropuerto con casi dos horas de antelación. Entonces se fue a la cafetería y pidió zumo de naranja, copos de avena, huevos con bacon, un poco de queso y mucho té. Todo ello le devolvió su habitual buen humor. Había sido una experiencia emocionante. El reverendo Bobby era tan espiritual que ella sintió un estremecimiento cuando le impuso las manos.
Apartó el plato vacío y se sirvió otra taza de té. Bebía a pequeños sorbos cuando el milagro acudió a su mente. Dios le había hablado y le había dicho: «Jim, Jim».
Ni por todo el oro del mundo desmentiría las palabras del Todopoderoso, pero mientras metía la servilleta de papel en el vaso de agua y se restregaba una mancha de grasa de bacon que le había caído en el vestido azul, le avergonzó el pensamiento pecaminoso que se imponía en su interior: «Ése no era el nombre que yo recuerdo haber oído».