Sarah había hablado a Justin de Thomasina Perkins y del motivo de su aparición en la Iglesia del Espacio. A las diez de la mañana del domingo, Donnelly puso el programa y, en el último minuto, decidió grabarlo.
Thomasina apareció casi al final. Entonces, incrédulo, el doctor presenció el histrionismo de Bobby Hawkins y la revelación de Mrs. Perkins diciendo que «Jim» era el nombre del secuestrador. «Este tipo afirma realizar milagros, y ni siquiera se ha enterado de que el nombre correcto es Laurie», pensó furioso mientras apagaba el aparato. Se había referido a ella como Lee. No obstante, puso la correspondiente etiqueta a la cinta de vídeo y guardó ésta en su maletín.
Sarah le telefoneó unos minutos más tarde.
—No me gusta llamarle a casa —se disculpó—, pero tengo que hacerle unas preguntas: ¿Qué opina usted?, ¿existe alguna posibilidad de que Miss Perkins tenga razón?
—No —contestó Donnelly escueto. El suspiro de ella le llegó a través del hilo telefónico.
—De todas formas voy a pedir a la Policía de Harrisburg que busque a «Jim» en el ordenador —dijo ella—. Quizás haya alguna ficha de un corruptor de menores con ese nombre que estuviera en activo hace diecisiete años.
—Mucho me temo que perderá el tiempo. Esa mujer, Perkins, dio un nombre al azar. Al fin y al cabo, tenía a Dios Todopoderoso inspirándola, ¿no? ¿Cómo está Laurie?
—Bastante bien. —No parecía muy convencida.
—¿Ha visto ella el programa?
—No, se niega a escuchar espirituales negros. Además, estoy intentando que deje de pensar en todo esto. Vamos a ir a jugar al golf. Hace buen tiempo si se considera que estamos en febrero.
—Siempre he querido jugar al golf. Será muy relajante para las dos. ¿Escribe su hermana el Diario?
—Ahora está arriba, emborronando papel.
—Estupendo. Hasta mañana. —Donnelly colgó y decidió que la mejor forma de quitarse de encima esa sensación de desasosiego era dar un largo paseo. Comprendió que por primera vez desde que vivía en Nueva York, la perspectiva de un domingo sin planes no le atraía.