Ridgewood, Nueva Jersey, Junio de 1976.
Sarah estaba sentada con sus padres, viendo el programa de televisión sobre niños desaparecidos. En la segunda parte aparecieron fotografías de Laurie antes de su desaparición. Una imagen realizada con ordenador mostraba cómo debía de ser ahora, dos años después.
Cuando el programa terminó, Marie Kenyon salió a la carrera de la sala, gritando:
—¡Quiero a mi hija! ¡Quiero a mi hija!
Con lágrimas resbalando por sus mejillas, Sarah oyó cómo su padre trataba de consolar a la pobre mujer.
—Quizás este programa obre un milagro —dijo. Pero ni él mismo se lo creía.
Una hora después, Sarah contestó al teléfono. Bill Conners, el jefe de Policía de Ridgewood, siempre había tratado a Sarah como a una persona adulta.
—¿Ha afectado mucho el programa a tus padres? —le preguntó.
—Sí.
—No sé si alentar sus esperanzas, pero hemos recibido una llamada que resulta prometedora. La cajera de un restaurante de Harrisburg, en Pennsylvania, asegura haber visto a Laurie esta tarde.
—¡Esta tarde! —Sarah contuvo el aliento.
—Estaba preocupada porque, de repente, la niña se puso histérica. Pero no se trataba de una rabieta, casi se ahogaba intentando dejar de llorar. La Policía de Harrisburg tiene un retrato robot de Laurie tal y como es ahora.
—¿Quién estaba con ella?
—Un hombre y una mujer, de aspecto hippie. Por desgracia, la descripción es bastante vaga. La cajera centró su atención en la niña y apenas se fijó en la pareja.
Dejó que Sarah decidiera si era prudente decírselo a sus padres. Ella hizo otro trato con Dios.
—Haz el milagro. Haz que la Policía de Harrisburg encuentre a Laurie, y yo cuidaré de ella durante toda mi vida.
Corrió escaleras arriba para dar a sus padres la esperanzadora noticia.