Después del funeral, liaren y los miembros de la Facultad fueron a casa del decano donde les esperaba un bufé. Walter Larkin comentó a Karen que no podía perdonarse el no haber comprendido lo mal que estaba Laurie Kenyon.
—El doctor Iovino, director del Centro de Asesoramiento, siente lo mismo.
—Lo ocurrido ha sido una tragedia, y de nada sirve culpamos ni culpar a los demás —contestó Karen con serenidad—. Yo hubiera debido convencer a Allan para que entregara las cartas en dirección, incluso antes de saber que Laurie era la autora. El mismo Allan no debió dejar abierta la ventana del dormitorio. Debería odiar a esa chica, pero lo único que puedo recordar es que Allan sentía lástima por ella.
Walter Larkin había pensado siempre que Karen era una persona fría, pero ahora se preguntaba si habría sido injusto con ella. Las lágrimas y los labios temblorosos no eran una farsa.
La mañana siguiente, durante el desayuno, lo comentó con su mujer.
—No seas tan ingenuo, Walter —le contestó ella en tono seco—. Karen estaba harta de la vida en el campus y de los tés con profesores. Se hubiera marchado hace mucho tiempo si Allan no hubiese sido tan generoso con ella. ¡No hay más que ver la ropa que viste! ¿Sabes lo que creo? Allan había descubierto por fin la verdadera mujer con la que se había casado, y supongo que no estaba dispuesto a soportar esa situación mucho más tiempo. Esa pobre Laurie ha regalado a Karen un billete de ida en primera clase a Nueva York.