La Iglesia del Espacio tenía un consejo de doce miembros que se reunía el primer sábado del mes. No todos aprobaban los rápidos cambios que el reverendo Hawkins estaba estableciendo en la hora religiosa. El «Pozo de los Milagros» en particular era un anatema para el miembro más anciano.
Los televidentes eran invitados a que escribieran y explicaran en sus cartas la necesidad de algún milagro. Se depositaban las cartas en el pozo; después, justo antes del himno de despedida, el reverendo Hawkins extendía las manos y rezaba para que las peticiones fueran escuchadas. A veces, se invitaba a subir al escenario a uno de los miembros de la congregación presente en el estudio que precisara un milagro para que recibiera una bendición especial.
—Rutland Garrison debe de retorcerse en su tumba —dijo el anciano a Bic durante la reunión mensual.
Bic lo miró con frialdad.
—¿No se han incrementado los donativos?
—Sí, pero…
—¿Pero qué? Más dinero para el hospital y el sanatorio, más para los orfanatos de Sudamérica que siempre han sido mi debilidad personal, más fieles rogando al Señor.
Contempló uno tras otro a los reunidos en torno a la mesa.
—Cuando acepté este ministerio dije que debía ampliar sus caudales. He repasado las cuentas. Durante los últimos años, los donativos habían ido decreciendo, ¿no es cierto?
Nadie contestó.
—¿No es cierto? —bramó. Las cabezas asintieron.
—Muy bien. Entonces sugiero que quien no está conmigo está contra mí, y tendrá que dimitir de este venerable consejo. Se aplaza la reunión.
Salió de la sala y anduvo por el pasillo hasta llegar a su despacho particular, donde Opal se ocupaba de la correspondencia del Pozo de los Milagros. Su norma era leer las peticiones y separar las inusuales, para que Bic decidiera si las leía en voz alta durante el programa. Las cartas se amontonaban a un lado para depositarlas en el Pozo de los Milagros y los donativos a otro para que Bic los distribuyera.
Opal odiaba tener que mostrarle la carta que había separado.
—Están viendo la luz, Carla —le informó—. Empiezan a comprender que mi camino es el camino del Señor.
—Bic —dijo con timidez.
Él frunció el ceño.
—En este despacho no debes…
—Lo sé, perdona. Es que…, lee esto. —Y le alargó la larga y prolija carta de Thomasina Perkins.