El viernes por la mañana, Betsy Lyons recibió una oferta en firme de cuatrocientos setenta y cinco mil dólares por la casa de los Kenyon. El matrimonio que quería trasladarse rápido debido al embarazo de la esposa fue el comprador. Llamó a Sarah, pero no la encontró hasta por la tarde. Para su desengaño, Sarah le comunicó que aún no podía venderla. Sarah se mostró cordial pero firme.
—No sabe cuánto lo siento, Mrs. Lyons. En primer lugar, nunca aceptaría un precio tan bajo; pero, de todas formas, no puedo trasladarme ahora. Ya sé que usted se ha tomado muchas molestias para hacer esta venta, aunque estoy segura de que se hace cargo de mi postura.
Betsy Lyons lo comprendía, sin embargo el negocio de las inmobiliarias era muy lento y ella contaba con esa comisión.
—Lo lamento —repitió Sarah—, pero no estaré en condiciones de abandonar esta casa hasta el otoño, como mínimo. Perdone, tengo una visita. Ya le telefonearé en otro momento.
Estaba en la biblioteca, con Brendon Moody.
—Tenía pensado que Laurie y yo fuéramos a vivir a un apartamento —explicó al detective—. Aunque dadas las circunstancias…
—En absoluto —la interrumpió el detective—. Será mejor que no la ponga a la venta. Cuando este caso llegue a los tribunales, tendría periodistas simulando ser compradores para fisgonear.
—No se me había ocurrido —confesó Sarah. Se apartó un mechón que le caía sobre la frente—. Brendon, no sabe cuánto me alegro de que quiera hacerse cargo de la investigación.
Acababa de relatarle toda la historia, incluyendo lo sucedido durante la sesión de Laurie con Donnelly.
Moody había tomado notas con el ceño fruncido. Las gafas agrandaban los sagaces ojos castaños, la corbata de lazo y el traje marrón oscuro le daban un aire de un contable meticuloso. Sarah sabía que cuando llevaba una investigación, nada se le escapaba.
Esperó a que repasara sus notas. Era su procedimiento habitual desde los tiempos en que habían trabajado juntos en la oficina del fiscal. Oyó a Sophie que subía la escalera. «Estupendo, va a ver cómo sigue Laurie».
Sarah recordó el trayecto desde el consultorio de Donnelly. Su hermana se había mostrado muy abatida.
—Sarah, ojalá hubiera estado en mi coche cuando aquel autobús lo aplastó. Nuestros padres seguirían vivos, tú trabajarías en lo que te gusta… Soy una desgracia, un cenizo.
—No eres nada de eso —replicó Sarah—. Tuviste la mala suerte de ser secuestrada a los cuatro años y de que sufrieras quién sabe qué sevicias. Sólo Dios sabe por lo que tuviste que pasar. Ahora eres una adulta confusa, y no por culpa tuya, así que deja de autocompadecerte.
Sarah sentía ganas de llorar, pero concentró la mirada en la Autopista 17.
Ahora comprendía de que, en cierta forma, su acceso de cólera había sido beneficioso. Laurie, atónita y arrepentida, había contestado:
—Sarah, soy una condenada egoísta. Dime qué quieres que haga.
—Todo lo que el doctor Donnelly te pida. Lleva un Diario, eso le ayudará. Deja de rechazarle. Coopera durante la hipnosis.
—Bien, creo que lo tengo todo. —Moody la sacó de sus reflexiones—. Estoy conforme. Los estados de salud son bastante rutinarios.
Sarah se animó al oírle subrayar «estados de salud». Había entendido por dónde iría la defensa.
—¿Piensa alegar tensión nerviosa, disminución de la capacidad mental?
—Sí.
—¿Qué clase de tipo era ese Grant? Estaba casado. ¿Por qué su mujer no estaba esa noche en casa?
—Trabaja en una agencia de viajes en Nueva York. Al parecer, se queda en la ciudad durante la semana.
—¿No hay agencias de viajes en Nueva Jersey?
—Supongo que sí.
—¿Podría ser el tipo de hombre que suple la ausencia de la esposa coqueteando con las estudiantes?
—Estamos en la misma onda. —De repente, la acogedora biblioteca, con sus estanterías de caoba, fotografías familiares, cuadros, alfombrillas azules, sillas y sillones de suave cuero, adoptó la cargada atmósfera del cubículo que había sido dominio suyo en la oficina del fiscal. El antiguo escritorio inglés de su padre, se había convertido en casi una reliquia, en la que ella había trabajado durante los últimos cinco años—. Hay el caso reciente de un acusado que fue considerado culpable de violar a una niña de doce años.
—Lo encuentro lógico.
—La cuestión legal era que la víctima tiene una edad cronológica de veintisiete años. Padece trastornos de personalidad múltiple, y convenció al jurado de que había sido violada cuando estaba bajo su personalidad de doce años, y era incapaz de dar su consentimiento con conocimiento de causa. El acusado fue declarado culpable de la violación de una persona con las facultades mentales disminuidas. El veredicto se modificó en la apelación, pero el caso es que un jurado creyó el testimonio de una mujer con trastornos de personalidad múltiple.
Moody daba la impresión de ser un sabueso que olisqueaba la presa.
—¿Me está hablando de darle la vuelta al asunto?
—Exacto. Allan Grant se mostraba especialmente amable con Laurie. Cuando ella se desmayó en la iglesia, el profesor se precipitó a su lado. Se ofreció a llevarla a casa y a quedarse con ella. Pensándolo bien, me pregunto si no era una preocupación exagerada. —Suspiró—. Al menos es un punto de partida. No tenemos mucho más.
—Es un buen punto de partida —contestó Moody—. Tengo que solucionar algunos asuntos, y luego bajaré a «Clinton» para empezar la investigación.
Volvió a sonar el teléfono.
—Sophie lo cogerá —dijo Sarah—. Es una suerte que se haya trasladado a vivir con nosotras. Dice que no podemos estar solas. Ahora hablemos de las condiciones…
—Ya lo haremos en otro momento.
—No —contestó ella con firmeza—. Lo conozco, Brendon Moody.
Sophie llamó a la puerta y después abrió.
—Perdona la interrupción, Sarah, pero se trata de esa mujer de la inmobiliaria, dice que es importante.
Sarah cogió el auricular y saludó a Betsy Lyons. Escuchó.
—Creo que le debo ese favor, Mrs. Lyons, pero seré muy clara. Esa mujer no puede visitar nuestra casa cuando ella quiera. El lunes por la mañana estaremos fuera, puede traerla entre las diez y la una, pero será la última vez.
Cuando colgó le explicó el asunto a Brendon Moody.
—Hay un posible comprador que está bastante decidido a pagar el precio que pedimos. Quiere ver la casa otra vez, y no le importa esperar el tiempo que digamos para ocuparla. Vendrá el lunes.