El miércoles al atardecer, una pálida pero serena Karen Grant volvía a Nueva York con Anne Webster.
—Estaré mejor allí —dijo—. No soportaría estar sola en la casa.
Anne se ofreció para quedarse a pasar la noche con ella, pero Karen rehusó su propuesta.
—Tú te encuentras más agotada que yo todavía. Me tomaré una pastilla y me iré a la cama.
Tuvo un sueño largo y profundo. Se despertó el jueves por la mañana, a las once casi. Las tres plantas superiores del hotel eran apartamentos para residentes. Hacía tres años que disponía del suyo y le había ido añadiendo su toque personal: alfombras orientales en tonos rojizos, marfil y azul que alegraban el blanco de la moqueta; lámparas antiguas y cojines de seda; figuras Lalique, cuadros originales de jóvenes promesas…
El resultado era un ambiente elegante, lujoso y original. A Karen le gustaban las comodidades de vivir en un hotel, sobre todo por el servicio de habitaciones. También le encantaba el ropero lleno de vestidos de alta costura, los zapatos «Charles Jourdan» y «Ferragamo», los pañuelos de «Hermès», los bolsos de «Gucci»… Era una sensación tan gratificante saber que las recepcionistas siempre esperaban a ver cómo iba vestida al salir del ascensor.
Se levantó y entró en el cuarto de baño. El albornoz que la envolvía desde el cuello hasta los pies estaba en la percha. Se lo puso, anudó el cinturón y se miró en el espejo. Aún tenía los ojos un poco hinchados. La visión de Allan sobre el mármol del depósito había sido espantosa. Como un relámpago pasaron por su mente los buenos momentos que habían vivido juntos, cómo ella se estremecía al oír sus pisadas en el vestíbulo. Las lágrimas habían sido sinceras, y habría más llanto cuando lo viera por última vez. Eso le recordó que debería ocuparse de todos los trámites. Pero ahora no, primero desayunaría.
Marcó el 4, el número del servicio de habitaciones. Lilly tomaba los pedidos.
—Mrs. Grant, lo siento muchísimo —dijo—. Todos estamos muy afectados.
—Gracias. —Karen pidió lo de siempre: zumo natural, compota, café y un panecillo—. Ah, y envíeme todos los periódicos de la mañana.
Tomaba la primera taza de café cuando una discreta llamada sonó en la puerta. Corrió a abrir. Allí estaba Edwin, con sus hermosas facciones de patricio romano perturbadas por una expresión de inquietud.
—Cariño mío —murmuró él.
Sus brazos rodearon el cuerpo de Karen. Ella apoyó el rostro contra la suave chaqueta de cachemira que ella le había regalado por Navidad. Luego le acarició la nuca, cuidando de no despeinar el cabello rubio oscuro.