El verano terminó. El viento empezó a soplar por entre las rendijas de las paredes. Laurie tenía frío siempre. Un día. Opal volvió con camisas de manga larga, pantalones y una chaqueta. No era tan bonita como la que ella solía llevar. Cuando el buen tiempo volvió, le dio prendas de manga corta y sandalias. Pasó otro invierno. Laurie contemplaba los brotes del viejo árbol y después las ramas llenas de hojas.
Bic tenía una vieja máquina de escribir en el dormitorio. Hacía un ruido sordo que Laurie podía oír cuando estaba limpiando la cocina o veía la televisión. Aquel ruido era agradable, significaba que Bic no la molestaría.
Al cabo de un rato, saldría del dormitorio con un montón de papeles en la mano y los leería en voz alta, a ella y a Opal. Siempre gritaba y terminaba con idénticas palabras: «Aleluya, Amen». Entonces, él y Opal cantaban. Ensayaban, decían ellos, canciones que hablaban de Dios y del regreso a casa.
A casa. Esa era una palabra que sus voces interiores le recomendaban olvidar.
Laurie nunca vio a nadie más que a Bic y a Opal. Y cuando ellos salían, la encerraban en el sótano. Lo hacían muy a menudo. Allí abajo, pasaba mucho miedo. La ventana estaba cerca del techo y la habían tapado con tablones, por lo que el sótano quedaba sumido en sombras que, en ocasiones, parecían moverse. Cada vez intentaba quedarse dormida de inmediato sobre el colchón que le habían dejado en el suelo.
Bic y Opal apenas recibían visitas. Si alguien iba a la casa, bajaban a la niña al sótano y encadenaban una de sus piernas a una tubería, para que no pudiera subir la escalera y golpear la puerta.
—Y no se te ocurra llamamos —le había advertido Bic—. Te causaría problemas, y, de todas formas, no podríamos oírte.
Cuando salían, volvían con dinero. Unas veces poco y otras mucho. Por lo general, monedas de 25 centavos y billetes de dólar.
La dejaban estar en el jardín trasero con ellos, y le enseñaron a escardar el huerto y a recoger los huevos del gallinero. Nació un pollito y dijeron que podía quedárselo. Siempre que salía, jugaba con él. Algunas veces, cuando la encerraban en el sótano, dejaban que se quedara con el animalito.
Hasta el día en que Bic lo mató.
A primeras horas de la mañana empezaron a hacer el equipaje, sólo la ropa, el televisor y la máquina de escribir de Bic. Bic y Opal reían.
—¡Aleluya! —cantaban a dúo.
—¡Una emisora de 15 000 vatios en Ohio! ¡Feligreses, allá vamos! —gritaba Bic.
Al cabo de dos horas, Laurie, agazapada en el asiento trasero entre las viejas maletas, oyó que Opal decía:
—Entremos en alguna parte a comer algo decente. Nadie se fijará en ella.
—Tienes razón —contestó Bic, al tiempo que echaba un vistazo por encima del hombro—. Opal te pedirá un bocadillo y un vaso de leche. No hables con nadie, ¿entendido?
Entraron en un local con un largo mostrador, mesas y sillas. Laurie tenía tanta hambre que casi podía paladear el bacon que estaban friendo. Pero había algo más. Recordaba haber estado en un sitio parecido con las otras personas. Un sollozo que no pudo contener surgió de su garganta. Bic la empujó para que siguiera a Opal, y ella empezó a llorar. Lloraba tanto que apenas podía respirar. Veía que la cajera la miraba. Bic la cogió por el brazo, y, con Opal al lado, la obligó a salir al aparcamiento.
La tiró al asiento trasero del coche y él y Opal corrieron a las portezuelas delanteras. Mientras Opal pisaba el acelerador, Bic se volvió hacia Laurie. Ella intentó agacharse cuando la mano peluda la abofeteó. Pero después del primer golpe ya no sintió dolor. Sólo pena por la niña que lloraba tanto.