Sarah conducía por Garden State Parkway arriba, con Laurie dormida a su lado. La matrona le había prometido llamar al doctor Carpenter y decirle que iban de camino a casa.
Gregg había devuelto a Laurie a los brazos de Sarah.
—Laurie —protestó—, nunca te haría daño. Te amo. —Luego con su brusco movimiento de cabeza, dijo a Sarah—: No entiendo…
—Te llamaré —lo interrumpió Sarah para no perder el tiempo en explicaciones. Sabía que el número de teléfono de Gregg estaba en la agenda de Laurie. El año anterior su hermana le telefoneaba con regularidad.
Cuando llegaron a Ridgewood y giraron en la esquina, Sarah quedó consternada al ver tres furgonetas estacionadas delante de la casa. Una multitud de periodistas con cámaras y micrófonos bloqueaba la calzada. La joven hizo sonar el claxon. Aunque se apartaron, corrieron junto al coche hasta que se detuvo ante los escalones del porche. En ese momento, Laurie abrió los ojos y miró a su alrededor.
—¿Qué hace aquí toda esta gente? —preguntó.
Aliviada, Sarah vio que la puerta se abría. El doctor Carpenter y Sophie bajaron de prisa los escalones. Carpenter se abrió paso entre los periodistas y él y Sophie hicieron de escudo, mientras las cámaras disparaban y los chicos de la Prensa gritaban preguntas dirigidas a Laurie hasta que entraron en la casa.
Sarah sabía que debía hacer alguna declaración. Se apeó del coche y esperó hasta que los micrófonos se volvieron hacia ella. Con un titánico esfuerzo por parecer tranquila y confiada, escuchó las preguntas.
—¿Se trata de un asesinato por atracción fatal…? ¿Va a solicitar un acuerdo…? ¿Es cierto que ha dejado su empleo para defender a Laurie…? ¿Cree que ella es culpable?
Sarah optó por contestar la última pregunta.
—Mi hermana es legal y moralmente inocente de cualquier delito, y lo demostraremos durante el juicio. —Entonces se abrió paso entre los inquisidores.
Sophie mantenía la puerta abierta. Laurie estaba echada en el sofá del salón, con el doctor Carpenter a su lado.
—Le he dado un fuerte sedante —susurró a Sarah—. Súbanla a su habitación y métanla en la cama. He dejado un mensaje para el doctor Donnelly, que vuelve hoy de Australia.
«Es como vestir a una muñeca», pensó Sarah, mientras ella y Sophie quitaban el suéter a Laurie y le ponían el camisón. Ella no abrió los ojos ni pareció darse cuenta de nada.
—Pondré otra manta —dijo Sophie en voz baja—. Tiene los pies y las manos helados.
Oyeron el primer gemido cuando Sarah apagó la luz de la mesita de noche. Era un llanto incontenible que Laurie intentaba sofocar en la almohada.
—Llora en sueños —susurró Sophie—. Pobre criatura.
Eso era. De no saber que era Laurie, Sarah hubiera pensado que se trataba de una niña asustada.
—Dile al doctor que suba.
Su instinto le decía que la abrazara y la consolara, pero esperó hasta que el doctor estuvo en la habitación. El hombre se puso a su lado y estudió a Laurie. Después, cuando los sollozos cesaron y la presión de su mano en la almohada se relajó, la oyeron susurrar algo. Se acercaron un poco.
—Quiero ir con papá y con mamá —decía—. Quiero ver a Sarah. Quiero irme a casa.