La pesadilla del cuchillo de nuevo, pero esta vez era diferente. El cuchillo no la amenazaba, era ella la que lo movía arriba y abajo. Laurie se incorporó sobresaltada en la cama, y se tapó la boca con la mano para no chillar. Sintió la mano pegajosa. Bajó la vista. ¿Por qué llevaba aún los vaqueros y el anorak? ¿Por qué estaban tan sucios?
Su mano izquierda tocó algo duro. Cerró los dedos alrededor del objeto y sintió un agudo dolor en la mano. De la palma comenzó a manar sangre.
Apartó la ropa de cama. El cuchillo de trinchar estaba semioculto debajo de la almohada. Las sábanas aparecían manchadas de sangre seca. ¿Qué había ocurrido? ¿Cuándo se había cortado? ¿Cómo había sangrado tanto? No podía ser de ese corte. ¿Por qué había sacado el cuchillo del armario? ¿Estaba soñando aún y eso formaba parte del sueño?
Una voz la apremió: No pierdas ni un minuto. Lávate las manos. Limpia el cuchillo. Escóndelo en el armario. Haz lo que te digo. Rápido. Quítate el reloj. La correa también tiene manchas de sangre. Lávala también.
Lava el cuchillo. Entró a ciegas en el cuarto de baño, abrió los grifos de la bañera, sujetó el cuchillo debajo del chorro de agua.
Escóndelo en el armario. Corrió al dormitorio. Mete el reloj en el cajón. Quítate la ropa. Y la de la cama. Échalo a la bañera.
Laurie se precipitó al cuarto de baño, abrió el grifo de la ducha y tiró la ropa de la cama dentro de la bañera. Se desvistió y agitó la ropa en el agua. La miró mientras se volvía roja.
Se introdujo en la bañera. Las sábanas flotaron entre sus pies. Se restregó las manos y el rostro. El corte de la mano seguía sangrando pese a que se la había envuelto con un paño de cocina. Durante unos minutos se quedó en pie, los ojos cerrados, sintiendo el chorro de agua sobre el cabello, el rostro, el cuerpo, temblando incluso cuando el cuarto se llenó de vapor.
Salió, se lió una toalla a la cabeza, se puso el albornoz, cerró el grifo de la ducha y abrió el de la bañera. Lavó toda la ropa hasta que el agua salió clara.
Metió todo dentro de una bolsa de la lavandería, se vistió y bajó a la secadora del sótano. Esperó mientras centrifugaba y secaba. Cuando oyó el «click» dobló las sábanas y su ropa y volvió a la habitación.
Ahora haz la cama de nuevo y sal de aquí. Asiste a la primera clase como siempre y mantén la calma. Esta vez estás en un buen lío. El teléfono suena. No contestes, debe de ser Sarah.
Caminando por el campus se cruzó con otras alumnas, una de ellas se acercó para decirle que ella había sufrido un acoso sexual y que Laurie tenía que darle su merecido a Grant. Qué caradura tenía ese tipo al acusarla de esa forma.
Asintió sin prestar atención, mientras se preguntaba quién era la niña que lloraba, un llanto sofocado, como si tuviera el rostro hundido en una almohada. Veía a una niña de cabello rubio acostada en una habitación fría. Sí, ella era la que lloraba.
Laurie no se dio cuenta de que los estudiantes se habían marchado a sus respectivas clases. Tampoco observó las miradas que le dedicaban al pasar. Ni siquiera oyó a uno de ellos que decía:
—Es una chica muy extraña.
Entró en el edificio como una autómata, cogió el ascensor hasta el tercer piso. Avanzó por el pasillo. Al pasar por delante del aula donde Allan Grant tenía la primera clase, asomó la cabeza por la puerta. Un corrillo de unos doce alumnos la esperaba.
—Perdéis el tiempo —les dijo—. Sexy Allan está más muerto que mi abuela.