«Ésta ha sido la gota que ha colmado el vaso», pensó Allan Grant cuando colgó el teléfono después de hablar con Sarah. La chica parecía angustiada. Y no era extraño: sus padres habían muerto cinco meses atrás, su hermana menor estaba como una cabra.
Entró en la cocina. En una esquina del armario se guardaban las bebidas alcohólicas. Aparte de un par de cervezas por noche, no era un bebedor solitario, pero en esta ocasión cogió un vaso, echó unos cubitos de hielo en él y se sirvió un vodka doble. Apenas había comido y el vodka le quemó la garganta y el estómago. Sería mejor que buscara algo en la nevera.
Sólo quedaban restos. Hizo una mueca, no le apetecían como una posible cena, abrió el congelador y sacó una pizza.
Mientras la calentaba en el horno. Allan sorbió la bebida y continuó acusándose de lo mal que había llevado el asunto de Laurie Kenyon. Tanto Larkin como el doctor Iovino habían quedado impresionados por la firme actitud de Laurie al negar que fuese la autora de las cartas.
—Allan —indicó Larkin—, Miss Kenyon tiene razón al decir que esa máquina de escribir ha podido utilizarla cualquiera de su residencia, además el parecido en la caligrafía no es una prueba concluyente.
«Así que ahora creen que he iniciado algo que puede poner en un aprieto a la facultad —pensó Allan—. ¡Fantástico! ¿Y cómo me comporto con ella en clase hasta el final del trimestre? ¿Existe alguna posibilidad de que yo esté equivocado?».
—No estoy equivocado —dijo en voz alta al sacar la pizza del horno—. Laurie escribió las cartas.
Karen le telefoneó a las ocho.
—Cariño, he estado pensando en ti. ¿Qué tal ha ido?
—Me temo que no muy bien.
Charlaron durante veinte minutos. Cuando se despidieron, Allan se sentía mucho mejor.
A las diez y media, su mujer volvió a llamarle.
—Te aseguro que estoy muy bien —la tranquilizó—. Cielos, ha sido un alivio destapar el asunto. Voy a tomar un somnífero y me acostaré. Hasta mañana, amor mío. Te quiero.
Puso la radio en el botón SLEEP giró el dial hasta CBS y se quedó dormido.
Allan Grant no oyó los apagados pasos, no presintió la silueta que se inclinaba sobre él, no se despertó cuando el cuchillo atravesó la carne hasta su corazón. Un momento después, el sonido del aleteo de las cortinas al viento amortiguó los jadeos que se escapaban de la garganta mientras la vida se le escapaba.