Ridgewood, Nueva Jersey, junio de 1976.
Al principio, la Policía acudía a diario a la casa, y la fotografía de Laurie apareció en primera página de los periódicos de Nueva Jersey y de Nueva York. Entre lágrimas, Sarah contemplaba a sus padres en la pantalla del televisor cuando suplicaban a quien se hubiera llevado a Laurie que se la devolviese.
Decenas de personas telefonearon asegurando que habían visto a la niña, aunque ninguna de las pistas dio resultado. En la Policía pensaban que habría una petición de rescate, pero nunca se produjo.
El verano pasó. Sarah vio cómo el rostro de su madre se volvía tenso y triste, mientras su padre no cesaba de sacar píldoras del bolsillo. Cada mañana acudían a misa de siete y rezaban por el retorno de Laurie. Muy a menudo, Sarah se despertaba de noche a causa de los sollozos de su madre y los desesperados esfuerzos que hacía su padre por consolarla.
—El nacimiento de Laurie fue un milagro, confiemos en que otro milagro nos la devuelva —le oyó decir.
Volvió a iniciarse el curso escolar. Sarah había sido siempre una buena estudiante y los libros le sirvieron de refugio para mitigar su dolor. Deportista por naturaleza, empezó a tomar lecciones de golf y de tenis. Pero seguía echando de menos a su hermana. Se preguntaba si Dios la estaba castigando por las veces que se había lamentado de la atención que debía dedicar a Laurie. Se odiaba por haber ido a la fiesta de cumpleaños aquel día y dejaba de lado que a Laurie le estaba estrictamente prohibido salir a la calle sola. Prometió que sí Dios les devolvía a la pequeña, siempre, siempre cuidaría de ella.