El lunes, Sarah fue entrevistada para el New York Times y el Record acerca de la condena de Parker.
—Comprendo que le asiste todo el derecho de argumentar que la víctima lo provocó; pero en este caso, me hace hervir la sangre.
—¿Lamenta no haber pedido la pena de muerte?
—Si hubiese creído que podía conseguirla, lo hubiera hecho. Parker siguió a Maureen Mays, la acorraló, la asesinó. Dígame si no fue un crimen premeditado, a sangre fría.
En la oficina, su jefe, el fiscal del Condado de Bergen, la felicitó.
—Conner Marcus es uno de los dos o tres mejores defensores del Condado, Sarah. Has hecho un magnífico trabajo. Ganarías un montón de dinero si ocuparas el otro lado de la sala.
—¿Defenderles? ¡Jamás!
El martes por la mañana, Betsy Lyons la llamó. Había otro posible comprador para la casa. El problema era que la esposa estaba embarazada y quería instalarse antes de dar a luz. ¿Cuándo podrían disponer de ella para ocuparla, si se decidían a comprar?
—Tan pronto como quieran —contestó Sarah. Al comprometerse a ello se quitó un peso de encima. Ella y Laurie habían acordado ya que el mobiliario y demás objetos los llevarían a un guardamuebles.
Tom Byers, un abogado de treinta años que se estaba haciendo un nombre en la rama de violación de patentes, asomó la cabeza.
—Felicidades, Sarah. ¿Vamos a tomar una copa esta noche?
—Desde luego.
Tom le gustaba mucho. Lo pasaría bien yendo a tomar algo con él. Aunque nunca sería nada especial, pensó, al pasársele la imagen de Justin Donnelly por la cabeza.
*****
Eran las siete y media cuando abrió la puerta principal de la casa. Tom le había propuesto ir a cenar, pero ella pidió que lo dejaran para otro día. Se encontraba cansada.
Se puso el pijama y una bata, se calzó las zapatillas y miró qué había en la nevera. «Gracias, Sophie», pensó. Había una cazuela con estofado. Las patatas, las verduras y la salsa estaban en platos individuales a punto para ser calentados.
Se disponía a llevarse la bandeja a la sala cuando Allan Grant llamó. El saludo cordial se borró de sus labios al oírle decir:
—Sarah, el otro día quise informarla. Ahora comprendo que cometí un error al no advertirlas, a usted y a Laurie, antes de acudir al decano.
—¿Advertirnos de qué?
Mientras escuchaba, Sarah notó que las rodillas le temblaban. Acercó una silla y se sentó. La máquina de escribir. Las cartas que su hermana escribía durante el crucero, el hermetismo que guardaba respecto a ellas… Cuando Allan le habló de su discusión con Laurie, cerró los ojos, aunque hubiera preferido cerrar los oídos.
—Sarah, necesita ayuda, mucha ayuda —concluyó Allan—. Ya sé que visita a un psiquiatra, pero…
Sarah no le dijo que Laurie se había negado a seguir viendo a Carpenter.
—Yo…, no sé cómo decirle cuánto lo siento, profesor Grant. Ha sido muy amable con Laurie y esto debe de resultar muy duro para usted. Haré todo lo necesario para que reciba ayuda médica… —Se le entrecortó la voz—. Adiós, y gracias.
No podía aplazar una conversación con Laurie, pero ¿qué actitud tenía que adoptar? Marcó el teléfono particular de Justin Donnelly, mas nadie contestó.
Llamó al doctor Carpenter. Sus preguntas fueron breves.
—¿Insiste Laurie en que no escribió las cartas? Ya. No, no miente. Está bloqueada. Sarah, llámela, déle su apoyo, insinúele que vuelva a casa. No creo que le haga mucho bien ver al profesor Grant. Tenemos que lograr que hable con el profesor Donnelly. Lo supe después de su última visita.
Ya no tenía apetito. Sarah marcó el número de teléfono de la habitación de Laurie. No contestó. Lo intentó cada media hora hasta las doce. Por último decidió telefonear a Susan Grimes, la chica que ocupaba la habitación de enfrente.
La soñolienta voz de Susan se despabiló cuando Sarah se identificó. Sí, sabía lo ocurrido. Por supuesto, iría a echar un vistazo a Laurie.
Mientras esperaba, Sarah rezaba. «No permitas que se haga daño, por favor. Dios mío».
—Sarah, Laurie está dormida como un tronco. ¿Quieres que la despierte?
Respiró aliviada.
—Seguro que se ha tomado alguna pastilla para dormir. No, no la despiertes. Y perdona que te haya molestado.
Agotada subió a acostarse y se quedó dormida de inmediato, con la seguridad de que al menos esa noche no tenía que inquietarse por su hermana. La telefonearía por la mañana.