Bic y Opal volaron directamente a Georgia una vez acabó el programa del domingo. Esa noche había una cena de despedida.
El martes por la mañana emprendieron el viaje hacia Nueva York. En el portaequipajes iba la máquina de escribir de Bic, las maletas y una lata de gasolina cuidadosamente envuelta en toallas. No se llevarían otros enseres.
—Cuando tengamos una casa, la amueblaremos a la última moda. —Había decretado Bic. Hasta entonces, vivirían en una suite del «Wyndham».
Dentro del coche, Bic explicó su razonamiento a Opal.
—En ese caso del que te hablé, el de una mujer que recordó lo que su padre le había hecho, y ahora su padre está en la cárcel. Tenía imágenes claras de lo ocurrido en la casa y en la furgoneta. Ahora supongamos que el Señor nos pone a prueba y permite que Lee empiece a recordar fragmentos de su vida con nosotros. Supongamos que habla de la granja, de la distribución de las habitaciones, de la escalera al desván. Y supongamos que la encuentran e investigan quién la alquiló durante esos años. Esa casa es la palpable prueba de que ella estuvo bajo nuestra tutela. Más que eso, Lee es una mujer trastornada. Nadie la vio con nosotros, excepto aquella cajera del supermercado que no pudo describimos. Así que necesitamos deshacernos de la casa. Es la voluntad del Señor.
Cuando dejaron atrás Bethlehem y llegaron a Elmville ya era de noche, pero aun así vieron que había cambiado muy poco en los quince años transcurridos. El mugriento bar al lado de la autopista, la única gasolinera, la hilera de casas cuyas luces del porche revelaban desconchados en la pintura y escalones podridos.
Bic evitó la calle Mayor y recorrió por un camino tortuoso los seis kilómetros que los separaban de la granja. Al acercarse, apagó los faros.
—No vaya a ser que alguien vea el coche —dijo Bic—. Aunque no es probable, por este camino nunca pasa nadie.
—¿Y si se acerca un poli? —Opal estaba intranquila—. ¿Y si nos pregunta qué hacemos con las luces apagadas?
—Opal, no tienes fe —suspiró Bic—. El Señor se ocupa de nosotros. Además, este camino conduce sólo a las marismas y a la granja.
Sin embargo, al llegar a esta última, ocultó el coche detrás de unos árboles.
No había señales de vida.
—¿Sientes curiosidad? ¿Quieres echar un vistazo? —preguntó Bic.
—Lo único que quiero es largarme de aquí.
—Ven conmigo. Opal. —Aquello fue una orden.
Opal resbalaba en el terreno helado y se apoyó en el brazo de Bic. La casa debía de estar abandonada. No se veía luz alguna y los cristales de las ventanas estaban rotos. Bic hizo girar el picaporte de la puerta. Estaba cerrada con llave, pero cuando le dio un empujón con el hombro, cedió.
Bic dejó la lata de gasolina en el suelo y sacó una pequeña linterna del bolsillo. Hizo un barrido luminoso por la habitación.
—Está más o menos igual —comentó—. Seguro que nadie se molestó en amueblarla. Ésa es la misma mecedora en la que solía sentarme con Lee sobre las rodillas. Qué encanto de niña.
—Bic, quiero marcharme. Hace frío, y este lugar me ha puesto los pelos de punta siempre. Durante esos dos años viví con el terror de que alguien se acercara a la casa y viera a la niña.
—Nadie lo hizo. Y si este lugar existe en su memoria, es en el único sitio donde existirá. Opal, voy a echar la gasolina por todo esto. Después saldremos, y tú misma podrás encender la cerilla.
Ya estaban en el coche y habían arrancado cuando vieron las primeras llamas. Diez minutos después entraban en la autopista. Durante la media hora de su visita a Elmville no se habían cruzado con ningún otro coche.