El martes, Laurie miró en su buzón y encontró una nota pidiéndole que se pusiera en contacto con el Responsable de los Derechos de los Estudiantes para una entrevista. ¿Por qué?, se preguntó. Cuando telefoneó, la secretaria le preguntó si podía ir a las tres de la tarde.
Al final de la anterior temporada de esquí se había comprado un anorak azul y blanco. Se había quedado colgado en el armario durante todo el invierno. «Hace un frío de mil diablos —se dijo al cogerlo—. Es bonito y hay que amortizarlo». No le quedaba mal con los vaqueros y el jersey de cuello de cisne blanco.
En el último minuto se recogió el cabello en un moño alto. «Me da el aspecto sofisticado de una alumna de último curso a punto de abandonar el aula para enfrentarse con el mundo exterior». Quizá perdería esa sensación de niña asustada cuando saliese de allí y viviese entre adultos.
El día volvía a ser claro y frío, pero se sentía aliviada al saber que el sábado por la mañana no estaría sentada en la maldita consulta de Carpenter, que intentaba ser amable, pero siempre estaba al acecho de sus pensamientos más íntimos.
Saludó a un grupo de estudiantes de su residencia y le pareció que la miraban de una forma extraña. «No seas tonta», se dijo.
El cuchillo. ¿Cómo habría llegado al fondo de su mochila? Ella no lo había puesto allí, pero ¿la creería Sarah? Mira, Sarah, ese trasto estaba entre mis libros. Aquí lo tienes. Problema solucionado.
Y Sarah, como era lógico, le preguntaría:
—¿Cómo ha llegado allí?
Entonces volvería a insinuar que siguiera visitando a Carpenter.
Ahora el cuchillo descansaba al fondo del armario, escondido dentro de la manga de una chaqueta que nunca usaba. El puño de punto elástico evitaría que se deslizara. ¿Debía tirarlo, dejando el misterio sin resolver? Pero a papá le gustaba ese juego de cuchillos, y siempre decía que cortaban como una navaja barbera. La idea la estremecía.
Mientras caminaba hacia el edificio de administración, cavilaba sobre la mejor manera de devolver el cuchillo. ¿Esconderlo en un armario de la cocina? Sarah le dijo que Sophie había estado buscando en todos los rincones.
Se le ocurrió una idea que le pareció sencilla e infalible. Sophie tenía la obsesión de abrillantar la plata. A veces se llevaba los cuchillos abajo y los limpiaba al mismo tiempo que los cubiertos. ¡Eso es! Pondría el cuchillo al fondo del cajón de los cubiertos de plata, de forma que no se viera fácilmente. Aunque Sophie hubiese mirado allí, podría pensar que se le había pasado por alto.
La solución la tranquilizó hasta que la vocecita burlona dijo:
Una brillante idea, Laurie, ¿pero cómo te explicas la historia del cuchillo a ti misma? ¿Crees que ha ido andando hasta la mochila?
—¡Calla! —murmuró furiosa—. ¡Déjame en paz!
*****
Larkin no estaba solo. Le acompañaba el doctor Iovino, jefe del Departamento de Psicología. Laurie se puso en guardia al verle mientras una voz interior le gritaba: Cuidado, otro loquero. ¿Qué quieren saber ahora?
Larkin le indicó que se sentara, le preguntó qué tal estaba, cómo le iban las clases. Le recordó que todos lamentaban la tragedia familiar, y quería que comprendiera que toda la Facultad se preocupaba por su bienestar.
Entonces se excusó, ya que el doctor Iovino quería charlar con ella, y abandonó el despacho.
—No te asustes, Laurie. —El doctor Iovino sonrió—. Quiero hablarte del profesor Grant. ¿Qué piensas de él?
Pues era bien fácil.
—Me parece estupendo. Es un gran profesor y se ha comportado como un buen amigo.
—Un buen amigo.
—Desde luego.
—Laurie, no es nada extraño que los alumnos sientan cierto afecto por un profesor. En un caso como el tuyo, que necesitas comprensión y cariño, es bastante lógico que interpretes mal este tipo de relación. Y que imagines cosas. Lo que durante el día sueñas se convierte en tu mente en lo que es. Muy comprensible.
—¿De qué me está hablando?
Laurie se dio cuenta de que acababa de imitar a su madre una vez que un camarero había insinuado que le gustaría pedirle una cita.
El psiquiatra le mostró un fajo de cartas.
—Laurie, ¿escribiste tú estas cartas?
Las miró con los ojos muy abiertos.
—Oiga, las firma alguien llamada Leona. ¿Qué le ha hecho pensar que haya sido yo?
—Laurie, tienes una máquina de escribir, ¿verdad?
—Hago mis trabajos en el ordenador.
—Pero tienes máquina de escribir —insistió Iovino.
—Sí. La vieja portátil de mi madre.
—¿La tienes aquí?
—Sí, por si acaso. El ordenador se estropea de vez en cuando.
—¿Entregaste este trabajo la semana pasada?
—Sí.
—Observa que la «o» y la «w» están rotas. Ahora mira la «o» y la «w» que aparecen en las cartas al profesor Grant. Fueron mecanografiadas en la misma máquina.
Laurie contempló incrédula al doctor Iovino. Su rostro se superponía al de Carpenter. ¡Inquisidores! ¡Malnacidos!
El doctor Iovino, sereno, con expresión de no-te-preocupes-no-pasa-nada, dijo:
—Laurie, al comparar la firma Leona con las notas que hay al margen de tu trabajo se advierte un gran parecido en la escritura.
La voz gritaba: No sólo es un loquero, ahora también es experto en caligrafía.
Laurie se puso en pie.
—Doctor Iovino, he prestado mi máquina de escribir a varias compañeras. Esta conversación me parece insultante, y me sorprende que el profesor Grant haya llegado a la conclusión de que yo le escribí esa basura. E incluso resulta desconcertante que me haga venir para hablar de eso. Mi hermana es fiscal y la he visto actuar en juicios. Hará picadillo las «pruebas» que usted acaba de presentar para relacionarme con estas asquerosas cartas.
Las tiró sobre la mesa.
—Espero una disculpa por escrito. Y en el caso de que esto se haya filtrado, como según parece ocurre con todo lo que se habla en este despacho, reclamo una disculpa pública, además del desmentido de esta estúpida acusación. En cuanto al profesor Grant, le consideraba un buen amigo, una persona que se hacía cargo de los momentos difíciles que estoy pasando. Me he equivocado. Y los alumnos que le llaman el Sexy Allan cuando comentan sus flirteos tienen razón. Yo misma se lo diré.
Se volvió y salió del despacho.
Tenía que estar en clase de Allan Grant a las 3.45. Eran las 3.30. Demasiado tarde para ir a su despacho. Con un poco de suerte lo encontraría en el vestíbulo.
Lo estaba esperando cuando él avanzó por el pasillo. Sus saludos cordiales a los demás alumnos terminaron al verla.
—Hola, Laurie —parecía nervioso.
—Profesor Grant, ¿de dónde ha sacado la descabellada idea de que yo le he escrito esas cartas?
—Laurie, sé que estás pasando una temporada difícil y…
—¿Y pensó que la haría más fácil diciéndole a Larkin que me estaba inventando relaciones íntimas con usted? ¿Es que está loco?
—Laurie no te excites. Mira, la gente se está dando cuenta. ¿Por que no vienes a mi despacho después de la clase?
—Así nos desnudaremos uno al otro, veré su extraordinario cuerpo y daré rienda suelta a mi lujuria, ¿no? —A Laurie no le importaba que los estudiantes se hubieran detenido para escuchar la discusión—. Es usted repugnante. Va a lamentar todo este asunto. —Las palabras salían a borbotones—. Le juro por Dios que va a lamentarlo.
Se abrió paso entre el corro de estudiantes y volvió al dormitorio. Cerró la puerta con llave, se tendió en la cama y escuchó las voces que gritaban en su interior.
Una decía: Vaya, al menos has sido capaz, de defenderte sola, para cambiar.
La otra chillaba: ¿Cómo ha podido Allan traicionarme? Estaba advertido de que no debía mostrar esas cartas a nadie. Le darás su merecido. Es una suerte que tengas el cuchillo. Juro que nunca más tendrá que preocuparse porque se sepa lo nuestro.