Gregg Bennett se repetía que no le importaba un rábano. Para ser sincero, lo que quería decir era que no debería importarle un rábano. Había muchas chicas atractivas en el campus, y conocería muchas más en California. En junio tendría el título e iría a Stanford a hacer la licenciatura.
A los veinticinco años, Gregg se sentía bastante más maduro que sus compañeros, y de hecho lo era. Aún recordaba perplejo al imbécil de diecinueve años que había dejado la Facultad después del primer año para convertirse en empresario. No es que la experiencia le hubiera hecho ningún mal, incluso el fracaso había sido una bendición. Le había hecho descubrir exactamente lo poco que sabía. También le ayudó a comprender que su futuro estaba en las finanzas internacionales.
Hacía sólo un mes de su regreso de Inglaterra y ya le habían puesto al corriente de los chismes de enero. Al menos había podido esquiar durante el fin de semana en Camelback. Las pistas con la nieve en polvo eran estupendas.
Gregg vivía en un estudio situado encima del garaje de una casa que estaba a unos tres kilómetros del campus. Era un sitio acogedor, además de irle como anillo al dedo. No le apetecía compartir un piso con tres o cuatro chicos y celebrar constantes guateques. Su estudio era limpio y aireado; el convertible sofá era cómodo tanto para sentarse como para dormir; podía prepararse platos sencillos en la pequeña cocina.
Al llegar a Clinton por primera vez, ya se había fijado en Laurie. ¿Quién no lo hubiera hecho? Pero nunca habían sido compañeros de clase. Después, hacía un año y medio, habían ocupado asientos contiguos en el auditorio durante un pase de Cinema Paradiso. La película era fenomenal.
—¿No te ha parecido maravillosa? —le había preguntado ella al encenderse las luces.
Había sido el principio. Si una chica tan atractiva daba el primer paso, Gregg estaba más que dispuesto a dar el segundo. Pero había algo en Laurie que frenaba su entusiasmo. De forma instintiva comprendió que no llegaría a ninguna parte si intentaba algo demasiado rápido. El resultado fue que su relación se convirtió en compañerismo. Era una chica dulce, pero no empalagosa; podía ser divertida, mordaz… y testaruda. En la tercera cita le había dicho que era una niña mimada. Habían ido a jugar al golf y debido a la afluencia de jugadores tuvieron que esperar una hora para el tee. Ella se había enojado.
—Apuesto a que nunca has tenido que esperar. Mamá y papá te llaman princesita —dijo él.
Ella rió y contestó que, en efecto, así era.
Esa noche, durante la cena, le confió que había sido secuestrada.
—Lo último que recuerdo es estar de pie delante de mi casa con un bañador rosa y que alguien me cogía en brazos. Y luego, despertarme en mi cama. El único problema es que habían transcurrido dos años.
—Siento haberte llamado niña mimada —se disculpó él—, merecías serlo.
Ella rió.
—Estuve malcriada antes y después del secuestro. Has dado en el clavo.
Gregg sabía que para Laurie él era un amigo en el que podía confiar. Para él no era tan sencillo. Uno no pasa tanto tiempo con una chica como ella —una preciosa melena rubia, ojos azules y rasgos perfectos— sin querer dedicarle toda la vida. Después, cuando Laurie empezó a invitarle a pasar algunos fines de semana en su casa, tuvo la seguridad de que también ella estaba enamorada de él.
De repente, el mes de mayo anterior, todo terminó un domingo por la mañana. Lo recordaba con toda claridad. Él se había acostado tarde, y Laurie se había empecinado en pasar por su casa después de misa llevando panecillos calientes, requesón y salmón ahumado. Ella llamó a la puerta, pero él no la oyó.
—¡Abre, sé que estás ahí! —gritó al no recibir respuesta.
Gregg se puso la bata, abrió la puerta… y se quedó boquiabierto.
Laurie llevaba un vestido de lino y sandalias. Su aspecto era tan refrescante como la mañana. Entró, puso la cafetera y preparó el desayuno; después le dijo que no se molestara en hacer la cama. Se dirigía a casa y sólo disponía de unos minutos. Cuando ella se marchara, podía pasarse el día entero acostado si quería.
En el momento de irse, Laurie le rodeó el cuello con sus brazos y lo besó, diciéndole que necesitaba un afeitado.
—Pero así también me gustas. Hermosa nariz, barbilla voluntariosa, simpático tupé…
Lo besó de nuevo y se volvió para marcharse. Entonces ocurrió. De manera impulsiva, Gregg la siguió hasta la puerta, la sujetó por los brazos y la abrazó. Ella se puso histérica, comenzó a sollozar mientras le propinaba fuertes puntapiés en la espinilla para soltarse. Él abrió los brazos y le preguntó enfadado qué diablos le ocurría. ¿Pensaba que era Jack el Destripador? Laurie salió a la carrera del apartamento y no volvió a dirigirle la palabra, excepto para decirle que la dejara en paz.
Le hubiera gustado hacerlo. El único problema era que durante todo el verano, mientras hacía un cursillo en Nueva York, y durante su estancia en Londres, no había conseguido olvidarla. Ahora que estaba de vuelta, Laurie seguía negándose a verle.
*****
El lunes por la tarde, Gregg vagaba por la cafetería de la Universidad. Sabía que Laurie se dejaba caer por allí algunas veces. Se unió a propósito con un grupo que incluía a algunas chicas de la residencia de Laurie.
—Pues tiene sentido —decía una de ellas sentada al otro extremo de la mesa—. Laurie sale muchas veces alrededor de las nueve de la noche. Su esposa está en Nueva York durante la semana. He intentado sonsacar a Laurie, sin éxito. Es evidente que se encontraba con alguien, pero no quería hablar de ello.
Gregg era todo oídos. Acercó la silla para escucharla mejor.
—El caso es que Margy trabaja por las tardes en el despacho de administración. Allí se escucha un montón de basura, y supo que algo ocurría cuando vio entrar al Sexy Allan con cara de pocos amigos.
—Yo no creo que Grant sea sexy, a mí me parece sólo un tío muy agradable.
Era la opinión de una morenita con aspecto de empollona.
La chismosa descartó su punto de vista.
—Tú puedes creer que no es sexy, pero hay mucha gente que piensa lo contrario. Y desde luego Laurie es de ésas. He oído decir que le ha enviado cartas de amor firmadas con el nombre de Leona. Él las ha entregado al decano y asegura que son invenciones. Tal vez tiene miedo de que ella se vaya de la lengua con otras personas. Supongo que ha querido adelantarse antes de que la noticia llegue a oídos de su mujer.
—¿Qué dice en las cartas?
—¿Qué es lo que no dice? Al parecer lo hacen en su despacho, en su casa…, ya me dirás.
—¡Nos tomas el pelo!
—Su esposa pasa mucho tiempo fuera de casa y estas cosas ocurren. ¿No recuerdas cómo se precipitaba él a ayudar a Laurie cuando se desmayó?
Gregg Bennett no se molestó en colocar bien la silla que derribó al suelo cuando se levantó para abandonar la cafetería.