Laurie estaba sentada en la cama leyendo, cuando Sarah llegó al hospital a última hora de la mañana del domingo. Su recibimiento fue alegre.
—¡Hola! ¿Has traído la ropa? ¡Estupendo! Me visto y vamos a comer al club.
Era lo que quería hacer cuando la había telefoneado una hora antes.
—¿Seguro que no será excesivo para ti? —le había dicho Sarah—. Ayer estabas bastante mal.
—Puede serlo para ti —repuso Laurie—. ¿Por qué no te cambias de casa sin dejar la dirección? Con franqueza, soy una carga demasiado pesada.
Su sonrisa era triste cuando Sarah se inclinó y la besó.
Sarah había llegado sin saber qué esperar. Pero ésa era la verdadera Laurie, apenada si molestaba a alguien, dispuesta a animarse.
—Tienes un aspecto formidable —dijo su hermana con sinceridad.
—Me dieron algo y he dormido como un lirón —repuso Laurie.
—Es una píldora para dormir. El doctor Carpenter te la recetó junto a un antidepresivo.
Laurie se puso rígida.
—Sarah, no quería que me diera píldoras, y él lo ha estado intentando. Sabes que odio esas cosas, pero tomaré las píldoras, aunque la terapia se ha acabado.
—Tendrás que comentar con el doctor Carpenter cualquier reacción del medicamento.
—Por teléfono. Eso no me importa.
—Laurie, sabes que el doctor Carpenter consultó tu caso con un psiquiatra de Nueva York, con el doctor Donnelly. Si tú no quieres hablar con él, ¿me dejarás que lo haga yo?
—Oh, Sarah, no me gustaría, pero adelante, si esto te hace feliz. —Laurie saltó de la cama—. Salgamos de este lugar.
*****
En el club, algunos amigos las invitaron a sentarse a su mesa. Laurie comió con apetito y estaba de buen humor. Cada vez que la miraba, a Sarah le resultaba difícil creer que el día anterior se hallaba al borde de la desesperación. Se avergonzó al pensar en sus lágrimas cuando habló por teléfono con el amable profesor Grant.
Al salir del club, Sarah no se dirigió hacia la casa.
Laurie enarcó las cejas.
—¿A dónde vamos?
—A unos diez minutos de casa. A Glen Rock. Van a poner a la venta unos apartamentos que parecen fantásticos. He pensado que sería interesante echar un vistazo.
—Sarah, quizá fuese mejor alquilar uno durante un tiempo. Supongamos que decides irte a Nueva York a un bufete de abogados. Ya has recibido ofertas. Cualquier lugar en el que vivamos tiene que ser el que resulte más conveniente para ti, no para mí. Además, si consigo entrar en el golf profesional, estaré poco en casa.
—No tengo la intención de trabajar en una empresa privada, Laurie. Cuando hablo con la familia de las víctimas y veo su pena y su rabia, sé que no podría estar en el lado contrario buscando una rendija en la ley para conseguir la absolución. Duermo mucho mejor acusando a los asesinos que defendiéndoles.
*****
Había un apartamento con tres niveles que gustó a ambas.
—La distribución es una maravilla —comentó Sarah—. Adoro nuestra vieja casa, pero estos cuartos de baño modernos son fantásticos.
»Al parecer tenemos comprador para la casa. Cuando la venta sea en firme, volveremos —le dijo al agente que les enseñaba el piso.
Se cogió del brazo de Laurie mientras se dirigían al coche. Pese a que era un día claro, frío y ventoso, se presentía que sólo faltaba un mes y medio para la llegada de la primavera.
—Bonitos jardines —comentó Sarah—. Y no tendríamos que preocupamos de cuidarlos.
—A papá le encantaba cavar, y mamá era la mujer más feliz del mundo arrodillada en el jardín. ¿No es extraño que las dos lo tengamos descuidado? —El tono de voz de Laurie era tierno y bromista.
¿Empezaba a ser capaz de hablar de sus padres sin caer al instante en el dolor y en el sentimiento de culpabilidad? «Qué así sea. Señor», rogó Sarah. Llegaron al estacionamiento. Estaba lleno de posibles compradores que iban y venían. La noticia boca a boca de la nueva sección del «Fox Hedge» había corrido como un reguero de pólvora. Laurie habló apresuradamente.
—Sarah, déjame decirte una cosa. Cuando lleguemos a casa, no quiero hablar de lo ocurrido ayer. Nuestro hogar se ha convertido en un lugar donde me estudias con expresión angustiada, y me haces preguntas que no son tan casuales como parecen. De ahora en adelante no me interrogues acerca de cómo duermo, qué como, con quién salgo, y esa clase de preguntas. Déjame decidir de qué quiero hablar, y tú haz lo mismo conmigo. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Sarah estaba conforme. Reconocía haberla tratado como a una niña que tiene que contárselo todo a mamá. Quizás era una buena señal que Laurie empezara a protestar. Pero ¿que había ocurrido ayer?
Fue como si su hermana le leyera el pensamiento.
—Sarah, no sé lo qué causó mi desmayo de ayer. Lo que sí puedo asegurarte es que, para mí, tener al doctor Carpenter acosándome con preguntas que no son más que trampas supone una verdadera tortura. Es como intentar cerrar puertas y ventanas cuando interrumpe un intruso.
—No es un intruso, es un médico. Pero no confías en él. Estoy de acuerdo en todo.
—Estupendo.
Sarah pasó por delante de los guardias de seguridad, y observó que todos los coches que llegaban tenían que detenerse para enseñar la documentación. Era evidente que Laurie también se había dado cuenta de ello.
—Sarah, dejemos un depósito para ese apartamento de la esquina. Me encantaría vivir aquí. Con la verja y los guardias estaríamos seguras. Quiero sentirme segura, y eso es lo que me asusta tanto porque nunca lo estoy.
Rodaban ya por la carretera y el coche ganó velocidad. Sarah tenía que hacerle la pregunta que la obsesionaba.
—¿Por eso te llevaste el cuchillo? ¿Necesitabas tenerlo contigo para sentirte segura? Laurie, yo lo comprendo, siempre que no llegues a estar tan deprimida que… puedas hacerte daño. Lamento hablarte así, pero es lo que más me aterroriza.
Laurie suspiró.
—Sarah, no tengo ninguna intención de suicidarme, ya sé que era aquí adonde querías llegar. Quisiera que me creyeras. ¡Te juro que no cogí ese cuchillo!
*****
Esa noche, de nuevo en la residencia para estudiantes, Laurie vació el contenido de su mochila sobre la cama para poner un poco de orden en ella: libretas, hojas sueltas… El último objeto era el que había estado escondido en el fondo. El cuchillo de trinchar del juego de la cocina.
—¡No, no, no! —gritó Laurie mientras retrocedía. Cayó de rodillas, y ocultó el rostro entre las manos—. Yo no me lo llevé, Sarah —sollozó—. Papá dice que no debo jugar con cuchillos.
Una voz burlona se abrió paso en su mente.
Cállate, mocosa. Ya sabes por qué lo tienes. Deberías entender la sugerencia y rebanarte el cuello. Venga, necesito un cigarrillo.