Allan estaba en la cocina comiendo un bocadillo.
—Cariño, siento no haber podido venir anoche, pero era importante que presentara mi balance de la cuenta «Wharton» —le dijo Karen, al tiempo que se abrazaba a él.
La besó en la mejilla y se liberó de su abrazo.
—No tiene importancia. ¿Quieres comer algo?
—Tendrías que haber esperado, yo me hubiera ocupado.
—Podrías haber tardado otra hora.
—Nunca has dado importancia a la comida.
Karen sirvió «Chianti» en dos vasos y alargó uno a Allan.
—Salud, cariño.
—Salud —contestó él sin sonreír.
—Eh, profesor, ¿qué ocurre?
—Ocurre que hace más o menos una hora tengo la seguridad de que Laurie Kenyon es la misteriosa Leona, la autora de las cartas.
—¿Estás seguro? —Karen tragó saliva.
—Sí. Me había puesto a corregir unos trabajos, y el que ella había entregado llevaba adjunta una nota diciendo que el ordenador fallaba, por lo que había tenido que terminarlo en una vieja máquina de escribir portátil. No hay la menor duda de que se trata de la misma en la que se escribieron las cartas…, incluyendo la que llegó ayer.
La sacó del bolsillo y se la alargó a Karen.
Allan, queridísimo mío. Nunca olvidaré esta noche. Me gusta verte dormir. Me encanta ver la forma en que te das la vuelta y te arropas. ¿Por qué quieres la habitación tan fría? Cerré un poquito la ventana, ¿no te diste cuenta? Seguro que no, en cierta forma podrías ser el prototipo del profesor despistado. Pero sólo en cierta forma. Nunca me dejes fuera de tus pensamientos. Si tu mujer no te quiere lo suficiente para estar siempre a tu lado, yo sí. Todo mi amor.
LEONA
Karen releyó la carta.
—Cielos, Allan, ¿crees que la chica ha entrado aquí?
—No. Se inventa todos esos encuentros en mi despacho. Y hace lo mismo con sus referencias a esta casa.
—Sobre eso no estoy tan segura. Ven.
La siguió al dormitorio. Karen se adelantó hasta el ventanal y cogió el picaporte. La ventana se abrió hacia fuera silenciosa. Saltó el alféizar, a un par de palmos del suelo, y volvió a entrar.
—Es fácil. Allan, quizá sean invenciones suyas, pero puede haber estado aquí. Tú duermes como un tronco. A partir de ahora no puedes dejar la ventana abierta.
—Esto ha llegado demasiado lejos. No pienso cambiar mis costumbres. Debo hablar con Sarah Kenyon, y lo siento mucho por Laurie, pero su hermana tiene que procurarle ayuda médica.
Dejó un mensaje muy breve en el contestador automático:
«Es de suma importancia que hable con usted».
Sarah le telefoneó a las dos y media. Karen escuchó cómo la voz de Allan cambiaba de la frialdad a la preocupación.
—Sarah, ¿qué ocurre? ¿Se trata de Laurie? ¿Le ha sucedido algo? —esperó—. ¡Oh, Dios mío, es terrible! Sarah, no llore, aunque ya sé lo duro que resulta todo esto. Se pondrá bien, déle tiempo. No, sólo quería comentar sus notas con usted. Sí, ya hablaremos. Adiós.
Colgó y miró a Karen.
—Laurie está en el hospital. Ha tenido una especie de ataque de nervios al salir del psiquiatra. Parece ser que se encuentra bien, pero quieren tenerla esta noche en observación. Su hermana se halla al límite de sus fuerzas.
—¿Volverá Laurie a la Facultad?
—Parece ser que está decidida a ir el lunes. —Se encogió de hombros con impotencia—. Karen, ahora no puedo enseñar esas cartas a Sarah.
—¿Las entregarás al decano?
—A Larkin. Seguro que él pedirá a alguno de los psicólogos que hable con Laurie. Sé que ella acude a un psiquiatra de Ridgewood, pero quizá también necesite asesoramiento aquí. ¡Pobre chica!