El sábado por la mañana estacionaron el coche cerca del consultorio del doctor Carpenter. Bic había alquilado a propósito el mismo «Buick» último modelo y del mismo color que el de Laurie. Solo la tapicería tenía un tono más claro.
—Sí a alguien se le ocurre preguntarme qué hago abriendo esta portezuela les indicaré el otro coche —explicó, y luego contestó a la pregunta no realizada de Opal—. Ya hemos visto que Lee nunca cierra el coche con llave, y que siempre deja la mochila llena de libros de texto en el suelo, delante. Ocultaré el cuchillo en el fondo. No importa cuándo lo encuentre, el caso es que tenga la seguridad de que pronto tropezará con él. Sólo se trata de un pequeño recordatorio de lo que ocurrirá si habla de nosotros con el doctor. Y ahora manos a la obra. Opal.
Lee salía siempre de la consulta de Carpenter a las doce menos cinco. A las doce menos seis minutos Opal abrió la puerta de la entrada privada. Un vestíbulo estrecho con una escalera volada conducía al despacho. Entonces miró a su alrededor, como si se hubiese equivocado y quisiera utilizar la puerta principal del edificio de despachos situada en la esquina de Ridgewood Avenue. En la escalera no había nadie. A toda prisa abrió el envoltorio, dejó caer su contenido en el centro del vestíbulo y salió. Bic se encontraba ya en el coche alquilado.
—Ni un ciego dejaría de verlo —dijo Opal.
—Nadie te ha prestado la menor atención —la tranquilizó él—. Ahora esperemos un minuto a ver qué ocurre.
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Laurie bajaba la escalera. Se marchaba directamente a la residencia de estudiantes. ¿Quién diablos necesitaba sentarse para que le calentaran los cascos? ¿Quién necesitaba escuchar los lamentos de la paciente Sarah? Esto era otra cosa. Había llegado el momento de concentrarse en esos fondos en fideicomiso y saber con toda exactitud en cuánto dinero estaba ella valorada. En mucho. Y con la casa vendida, ya no querría ni oír hablar de otras personas que invirtieran por ella. Estaba harta de tener que tratar con esa estúpida que decía: «Sí, Sarah; no, Sarah; lo que tú quieras, Sarah».
Ya había llegado abajo y su bota tropezó con algo blando. Bajó la vista.
El vidrioso ojo de un pollo la miraba. En el degollado cuello había algunas plumas y sangre seca.
Fuera, Bic y Opal oyeron los primeros chillidos. Bic sonrió.
—¿No te suena familiar? —Hizo girar la llave de contacto—. Pero ahora yo debería estar consolándola —susurró.