Los primeros días de la semana habían pasado como un suspiro. Sarah trabajó durante todo el jueves por la noche, retocando sus conclusiones finales.
Leía con atención, recortaba, insertaba… Preparó tres tarjetones con los aspectos que más le importaba subrayar al jurado. La luz de la mañana empezaba a filtrarse por las cortinas. A las siete y cuarto, Sarah leyó sus conclusiones finales.
—Señoras y señores. Mr. Marcus es un abogado inteligente y experto. Ha trabajado a conciencia a cada uno de los testigos que estaban en la estación aquella noche. Admitamos que no había suficiente luz natural, pero tampoco estaba tan oscuro como para que no pudieran ver el rostro de James Parker. Todos observaron cómo se acercaba a Maureen Mays, y ésta lo rechazaba. Todos han declarado, sin la menor vacilación, que James Parker es la persona que entró en el coche de Maureen aquella noche…
»Yo les digo, señoras y señores del jurado, que las pruebas han demostrado, sin ningún género de dudas, que James Parker asesinó a esa joven, y se la quitó para siempre a sus padres, esposo y amigos.
»No hay nada ni nadie que pueda hacerla volver, pero lo que sí pueden ustedes hacer, miembros del jurado, es entregar a su asesino a la justicia.
Había cubierto todos los puntos. Las sólidas pruebas eran irrefutables. Pero Conner Marcus era el mejor abogado criminalista con el que jamás se había enfrentado. Y el jurado resultaba impredecible.
Sarah se levantó y extendió los brazos. La adrenalina que circulaba por todo su cuerpo durante un juicio se convertiría en fiebre cuando empezara las conclusiones finales. Ya contaba con eso.
Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Era tentador quedarse debajo del chorro de agua caliente. En especial para los hombros, que tenía entumecidos. Pero cerró el agua caliente y abrió la fría al máximo. Con muecas de dolor, resistió la cascada helada.
Se secó de prisa, se puso un albornoz largo y grueso y unas zapatillas. Corrió abajo a prepararse un café. Mientras esperaba que se hiciera, realizó unos pocos ejercicios de gimnasia sueca. Betsy Lyons, la mujer de la agencia inmobiliaria, le había dicho que tenía un comprador para la casa. Sarah se dio cuenta de que no estaba muy decidida a venderla. Le había dicho a Lyons que no rebajaría el precio ni un dólar.
El café estaba preparado. Cogió su taza favorita, la que los agentes de Policía le habían regalado cuando actuó como ayudante del fiscal en el Departamento de Delitos Sexuales. La inscripción decía: Para Sarah, que hizo del sexo un tema interesante.
A su madre no le había hecho gracia.
Llevó el café arriba y se lo bebió mientras se maquillaba. Aquello se había convertido en un ritual matutino, un homenaje a su madre. «Mamá, si no te importa, hoy voy a vestirme de persona seria», pensó. Pero sabía que Marie hubiera dado el beneplácito al traje de chaqueta azul y gris.
El cabello. Una nube de rizos…, no, una escarola. Lo cepilló con impaciencia. «El sol saldrá mañana… —canturreó—. Todo lo que necesito es un vestido rojo con un collar blanco…».
Comprobó que en el maletín estuvieran todos los papeles de las conclusiones finales. «Adelante», pensó. Estaba casi al píe de la escalera, cuando oyó que abrían la puerta de la cocina.
—Sarah, soy yo —dijo Sophie—. Tengo que ir al dentista, así que he decidido venir un poco antes. Oh, estás fantástica.
—Gracias. No tenías necesidad de eso. Al cabo de diez años, ¿no te parece que puedes tomarte el tiempo libre que necesites?
Ambas sonrieron.
La perspectiva de vender la casa preocupaba a Sophie, y se lo había dicho.
—A menos que os trasladéis a un apartamento cerca de aquí y yo pueda cuidar de vosotras… —había comentado a Sarah.
Esa mañana se la veía muy nerviosa.
—Sarah, ¿sabes ese juego de cuchillos de trinchar de la cocina?
—Sí —contestó Sarah, mientras se abrochaba el abrigo.
—¿Has cogido alguno?
—No.
—Pues el más grande ha desaparecido. Es muy extraño.
—Debe de estar por alguna parte.
—Sí, pero no sé dónde.
Sarah sintió un escalofrío.
—¿Dónde estaba la última vez que lo viste?
—No lo sé. El lunes vi que faltaba y lo estuve buscando. Pero en la cocina no lo he encontrado.
Sophie sabía lo referente a la pesadilla del cuchillo, por eso vaciló antes de preguntar:
—¿Se lo habrá llevado Laurie para algún trabajo escolar?
—No lo creo —respondió, de repente angustiada—. Tengo que marcharme. Si por casualidad lo encuentras —dijo cuando abría la puerta— déjame el recado en la oficina. Basta con que digas «lo he encontrado». ¿De acuerdo?
Sarah vio la compasión reflejada en el rostro de Sophie. «Ella piensa que ha sido cosa de Laurie. ¡Dios mío!».
Corrió al teléfono y marcó el número de su hermana. Ésta contestó con voz soñolienta.
—Hola, Sarah. Por supuesto que estoy bien. Además, he recuperado un par de asignaturas y tenemos que celebrarlo.
Aliviada, Sarah colgó y corrió al garaje. Cabían cuatro coches, pero sólo había uno, el suyo. Laurie siempre lo dejaba en la calle. Las otras plazas vacías eran un constante recuerdo del accidente.
Mientras salía pensó que Laurie parecía estar bien. Por la noche llamaría a los doctores Carpenter y Donnelly para hablarles del cuchillo. Pero por el momento tenía que concentrarse en otras cosas. No sería justo para Maureen Mays ni para su familia que ella hiciera menos de lo que pudiera en el juicio. Pero ¿a santo de qué tendría Laurie que llevarse un cuchillo de trinchar?