—Ridgewood es una de las ciudades más bonitas de Nueva Jersey —decía Betsy Lyons a la mujer que, con discreto vestido, miraba fotografías de casas en venta—. Claro que se encuentra entre las más caras; pero incluso así, teniendo en cuenta las condiciones del mercado, pueden encontrarse verdaderas gangas.
Opal asintió pensativa. Era la tercera vez que visitaba la «Agencia Lyons». Su historia: iban a trasladar a su marido a Nueva York y ella se había adelantado para encontrar casa en Nueva Jersey, Connecticut o Westchester.
—Gánate su confianza —le había dicho Bic—. A todos esos agentes de la propiedad inmobiliaria les enseñaron a no quitar la vista de encima a los posibles compradores para que no se les vayan las manos detrás de algún objeto cuando se les muestra la casa. Desde el principio explica a la persona que te atienda que estás buscando casa en varios sitios. Luego, después de un par de visitas, le dices que te has decidido por Nueva Jersey. La primera vez le insinúas que no quieres pagar los precios de Ridgewood; la segunda, le das a entender que el sitio te gusta, y que puedes pagar lo que pide. Por último consigue que te enseña la casa de Lee uno de esos viernes que salimos. Distrae al vendedor y…
Era un viernes a primera hora de la tarde. El plan estaba en marcha. Opal se había ganado la confianza de Betsy Lyons. El momento de ver la casa de los Kenyon había llegado. La asistenta iba los lunes y viernes por la mañana. A esa hora se habría marchado ya. La hermana mayor estaba en el Palacio de Justicia, ocupada en un juicio que había levantado un gran revuelo. Opal se encontraría en la casa de Lee con alguien que no sabía lo que ella se proponía.
Betsy Lyons era una atractiva mujer con sesenta y pocos años. Le gustaba su trabajo y lo hacía bien. Solía vanagloriarse de reconocer a un farsante a la legua.
—Escúchenme bien, yo no pierdo el tiempo —decía a los nuevos agentes—. El tiempo es dinero. No piensen que las personas que no pueden pagar las casas que quieren ver han de ser descartadas. Tal vez tengan un padre sentado en el jardín trasero, con un hatillo lleno de billetes ganados en su tienda de ultramarinos. Por otro lado, nunca den por supuesto que las personas con aspecto de poder pagar precios altos piensen hacerlo. Algunas de las esposas entran en casas lujosas sólo para ver la decoración. Y jamás pierdan de vista a ninguno de ellos.
Lo que gustaba de Carla Hawkins a Betsy Lyons era que siempre estaba a la altura. Desde el principio había puesto las cartas sobre la mesa. Ella miraría en otras zonas. No se entusiasmaba con cada casa que le enseñaba, ni tampoco señalaba lo que veía de malo en ellas. Algunas personas lo hacían, aunque no tuvieran intención de comprar.
—Los cuartos de baño son demasiado pequeños.
«Claro, encanto. Tú estás acostumbrada a un jacuzzi en el dormitorio».
Mrs. Hawkins hacía preguntas inteligentes sobre las casas que le parecían interesantes. Resultaba evidente que la señora tenía pasta. Un verdadero agente de la propiedad inmobiliaria aprendía a distinguir la ropa cara. Betsy Lyons tenía la impresión de poder hacer una buena venta.
—Éste es un lugar encantador —dijo, indicando la fotografía de una casa tipo rancho, toda de ladrillo visto—. Nueve habitaciones, construida hace cuatro años, en perfecto estado, un paisaje maravilloso y en una carretera sin salida.
Opal simuló interés, mientras repasaba la lista de detalles al pie de la fotografía.
—Podría ser lo que busco, pero a ver si encontramos algo más… Oh, ¿y ésta? —indicó al llegar a la página con la foto de la casa de los Kenyon.
—Bueno, si lo que quiere es una casa preciosa, amplia y cómoda, aquí tiene una ganga —dijo Lyons con entusiasmo—. Más de cuatro mil metros cuadrados de terreno, piscina, cuatro dormitorios dobles, cada uno con su baño correspondiente, salón, comedor, cocina con mesa para desayuno, despacho y biblioteca en la planta baja. Siete habitaciones, molduras de primera, paredes revestidas, suelo de parqué, enorme alacena para la plata y la cristalería…
—Vayamos a ver esas dos esta tarde —propuso Opal—. No creo que pueda hacer mucho más con esta torcedura.
Bic le había puesto una venda elástica en el tobillo izquierdo.
—Coméntale que te duele. Entonces, cuando digas que se te ha caído un guante en uno de los dormitorios, no le importará dejarte sola en la cocina.
—Llamaré al rancho —dijo Lyons—. Tienen niños y quieren que avisemos antes de ir. Sin embargo, puedo visitar la casa de los Kenyon cualquier día laborable sin previo aviso.
Primero pararon en el rancho. Opal recordó hacer las preguntas pertinentes. Luego se dirigieron a la casa de los Kenyon. Repasó mentalmente las instrucciones de Bic.
—Qué tiempo tan repugnante, ¿verdad? —comentó Lyons al entrar en las tranquilas calles de Ridgewood—. Pero es un consuelo pensar que ya se acerca la primavera. En esta época el jardín de los Kenyon cobra vida con los árboles y arbustos llenos de flores: cornejos, cerezos… A Mrs. Kenyon le gustaba cuidar su jardín y hay tres floraciones al año. La persona que compre este lugar, será afortunada.
—¿Por qué la venden?
Opal pensó que sería ilógico no hacer esta pregunta. Odiaba ese camino, que le recordaba aquellos dos años fatídicos. Recordó también cómo le latía el corazón aquel día cuando dobló la esquina de la casa rosada. Ahora estaba pintada de blanco.
Betsy Lyons sabía que no le serviría de nada intentar ocultar la verdad. El problema era que algunas personas rechazaban una casa maldita. Mejor explicarlo con claridad que dejar que fisgoneen y lo descubran, ése era su lema.
—Ahora sólo viven dos hermanas en ella. Los padres murieron en un accidente de automóvil el pasado setiembre. Un autobús se les echó encima en la autopista 78.
Con astucia, Betsy hizo que Opal se concentrara en el hecho de que el accidente había tenido lugar en la autopista 78, no en la casa.
Subían por el sendero. Bic había insistido para que Opal tomara nota de todo. Sentía mucha curiosidad por saber cómo era el lugar donde Lee vivía. Se apearon del coche y Betsy Lyons buscó la llave en el bolso.
—Éste es el vestíbulo principal —dijo al abrir la puerta—. ¿Ve a lo que me refería cuando le he hablado de una casa cómoda? ¿No le parece preciosa?
«Cierra el pico», hubiera querido decir Opal mientras caminaban por la planta baja. El salón estaba a la izquierda. Con una arcada. Grandes ventanales. Tapicería en tonos azulados. El suelo de parqué oscuro, con una gran alfombra oriental y otra más pequeña delante de la chimenea. Opal sentía el irrefrenable impulso de reír. Se habían llevado a Lee de ese lugar para meterla en una granja ruinosa. Había sido un milagro que no muriera del susto.
En las paredes de la biblioteca se alineaban algunos retratos.
—Ése es el matrimonio Kenyon —indicó Betsy Lyons—. Una buena pareja, ¿verdad? Y estas acuarelas son de las chicas cuando eran pequeñas. Desde que Laurie nació, Sarah se ha comportado siempre como una segunda madre con ella. Como usted vivía en Georgia, no sé si se enteraría de que…
Mientras escuchaba la historia de la desaparición acaecida diecisiete arios atrás. Opal notó que su corazón se aceleraba. En una rinconera vio una fotografía de Lee con otra niña mayor. Lee llevaba el bañador rosa que vestía el día que ellos se la llevaron. Con la cantidad de fotografías que había en la habitación, resultaba sorprendente que se hubiera fijado justo en ésa. Bic tenía razón. Había un motivo del porqué Dios les había enviado allí para estar en guardia contra Lee.
Simuló estornudar, sacó un pañuelo del bolsillo del abrigo y dejó caer un guante en el dormitorio de Lee. Aunque Betsy Lyons no se lo hubiese dicho, era fácil imaginar cuál era. El escritorio de la habitación de la hermana lleno de libros de leyes.
Opal siguió a Betsy escaleras abajo y solicitó ver de nuevo la cocina.
—Me encanta esta cocina —suspiró—. La casa es un sueño. —«Al menos en esto soy sincera», pensó divertida—. Bueno, tengo que marcharme. El tobillo me dice que deje de andar. —Se sentó en uno de los taburetes del mostrador de la cocina.
—Muy bien. —Betsy Lyons husmeaba una venta a punto de caer.
Opal buscó los guantes en el bolsillo del abrigo y frunció el ceño.
—Estoy segura de que tenía los dos cuando he entrado. —Buscó en el otro bolsillo y sacó el pañuelo—. ¡Oh, ya sé! Cuando he estornudado, he debido de arrastrar el guante con el pañuelo al sacarlo del bolsillo. Ha sido en la habitación con la alfombra azul.
Se disponía a bajar del taburete.
—Espere aquí —ordenó Betsy—. Yo subiré a buscárselo.
—Muchas gracias.
Opal esperó hasta que los amortiguados pasos sonaron en la escalera y luego en la planta de arriba. Entonces saltó del taburete y corrió hasta la hilera de cuchillos con el mango de color azul colgados en la pared al lado de la nevera. Cogió el más grande y lo guardó en el bolso.
Cuando Betsy volvió a la cocina con una sonrisa triunfante en los labios y el guante en la mano. Opal estaba sentada de nuevo en el taburete y se friccionaba el tobillo.