A principios de enero, el campus del «Clinton College» había sido un palacio de cristal. Una fuerte nevada había inspirado a los alumnos a crear esculturas de nieve. La temperatura a cero grados las había conservado hasta la aparición de una inesperada lluvia tibia.
Ahora, los restos de nieve se mezclaban con la hierba fangosa y las esculturas habían quedado reducidas a figuras grotescas. La euforia frívola posterior a los exámenes se había disipado y se reemprendían las clases.
Laurie caminaba a paso ligero por el campus en dirección al despacho del profesor Allan Grant. Llevaba las manos dentro de los bolsillos del anorak que llevaba encima de los vaqueros y el suéter. Iba peinada con una cola de caballo. Se había dado un poco de sombra de ojos en los párpados y carmín en los labios, pero después se lo había quitado.
No quieras engañarte. Eres fea.
Los pensamientos tenebrosos llegaban cada vez con más frecuencia. Laurie apretó el paso como si de esa forma pudiera dejarlos atrás.
Laurie, todo es culpa tuya. Lo que ocurrió cuando eras una niña fue culpa tuya.
Laurie confiaba en no haber hecho muy mal su primer ensayo sobre autoras victorianas. Hasta ese año, siempre había obtenido buenas notas, pero ahora era como ir subida en una montaña rusa. A veces lograba un notable o un sobresaliente por un trabajo; otras, los apuntes le resultaban tan poco familiares que estaba segura de no haber prestado atención en clase. Últimamente encontraba anotaciones que no recordaba haber tomado.
Entonces lo vio. Era Gregg. Caminaba por el sendero que separaba los dos edificios de dormitorios. La semana anterior, al regresar de Inglaterra, él la había telefoneado. Laurie le había gritado que la dejara en paz.
Aún no la había visto. Corrió la distancia que la separaba del edificio.
Por suerte, el pasillo estaba vacío. Se apoyó contra la pared durante un momento.
Gato huraño.
«No soy un gato huraño», pensó desafiante. Enderezó la espalda y esbozó una distraída sonrisa para el estudiante que salía del despacho de Grant.
Dio unos golpecitos a la puerta, ya abierta. Una sensación de calor la inundó al oír su voz.
—Pase, Laurie.
Era siempre tan amable con ella.
El diminuto despacho de Grant estaba pintado en amarillo. A la derecha de la ventana había una estantería repleta de libros. Sobre una mesa larga se amontonaban libros de texto y trabajos de alumnos. En su escritorio sólo había un teléfono, una planta y una pecera donde un solitario pececillo dorado nadaba en círculos.
Grant le indicó la silla.
—Tome asiento, Laurie.
Llevaba un suéter azul marino sobre otro blanco de cuello alto. Ella pensó que le daban aspecto de clérigo.
El profesor tenía el último trabajo de Laurie en la mano, el que había escrito sobre Emily Dickinson.
—¿No le ha gustado? —preguntó con aprensión.
—Me ha parecido magnífico. Lo que no entiendo es por qué ha cambiado su opinión sobre Emily.
«Le ha gustado». Laurie sonrió aliviada. ¿Pero qué decía sobre un cambio de opinión?
—El trimestre pasado, cuando realizó su comentario sobre Emily Dickinson, hizo hincapié en la vida apartada que la escritora llevaba, y en que sólo podía dar rienda suelta a todo su talento si eludía contacto con el exterior. Ahora, sin embargo, su tesis apunta a que era una neurótica llena de miedos, y que su poesía hubiera alcanzado cotas más altas de no haber reprimido sus sentimientos. Usted concluye su trabajo con estas palabras: «Le hubiera hecho mucho bien mantener relaciones sexuales con Charles Wadsworth, su mentor e ídolo».
Grant sonrió.
—Algunas veces he pensado lo mismo, pero ¿qué le hizo cambiar de opinión?
¿Qué, en efecto? Laurie encontró una respuesta.
—Quizá mi mente trabajó como la de usted. Empecé a preguntarme qué hubiera ocurrido si ella hubiese encontrado una salida física a sus impulsos en vez de tenerlos.
Grant asintió.
—Muy bien. Estas anotaciones al margen…, ¿son suyas?
Laurie ni siquiera reconoció su escritura, pero su nombre constaba en la carpeta. Dijo que sí.
Algo en el profesor Grant había cambiado. Su rostro mostraba preocupación. ¿Acaso sólo quería ser amable con ella? Quizás el trabajo era un desastre después de todo.
El pececillo seguía nadando en círculos.
—¿Qué les ha ocurrido a los demás? —preguntó ella.
—Algún gracioso les echó demasiada comida. Murieron. Laurie, hay algo de lo que me gustaría hablarle…
—Yo preferiría morir de un atracón que aplastada por un coche, ¿no le parece? Al menos no sangras. Oh, perdone. ¿De qué quería hablarme?
Allan Grant movió la cabeza.
—De nada que no pueda esperar. No progresa mucho, ¿verdad?
Ella sabía a qué se refería.
—Algunas veces estoy sinceramente de acuerdo con el doctor en que si hubo un culpable, fue el autobús con los neumáticos gastados que circulaba a demasiada velocidad. Otras, no.
La pesada voz de su cabeza gritaba:
Arrebataste a tus padres el resto de su vida, igual que les robaste dos años el día que saliste a saludar el cortejo fúnebre.
No quería llorar delante del profesor Grant. Él había sido muy amable y comprensivo con ella, pero la gente se cansa de dar ánimos. Se puso en pie.
—Yo… tengo que irme. ¿Alguna otra cosa?
Allan Grant se despidió de ella muy preocupado. Era demasiado pronto para estar seguro, pero el trabajo que tenía en sus manos le había dado la primera pista sólida en cuanto a la identidad del misterioso remitente de las cartas que firmaba Leona.
En aquel ejercicio literario había alusiones sexuales por completo impropias del estilo de Laurie, pero similares al de las cartas. También le parecía que algunas frases eran muy extravagantes. Aunque no probaban nada le daban un punto de partida.
Laurie Kenyon era la última persona de la que hubiera sospechado como autora de las cartas. Su actitud hacia él había sido la del alumno respetuoso hacia un profesor al que se admira y aprecia.
Mientras cogía la chaqueta, decidió no mencionar sus sospechas ni a liaren ni al decano. Algunas de esas cartas contenían tal dosis de erotismo que harían enrojecer a cualquier persona inocente a la que se interroga con respecto a ellas; en especial a una muchacha que estuviera viviendo la tragedia de Laurie. Apagó la luz y salió para irse.
*****
Desde detrás de unos arbustos, Leona lo observaba nerviosa.
La noche anterior volvió a esconderse en el jardín de su casa. Como de costumbre, él tenía las cortinas descorridas y ella pudo vigilarle durante tres horas. Él se calentó una pizza y se la llevó al despacho acompañada de una cerveza. Después se sentó en aquel viejo sillón de cuero, se quitó los zapatos y descansó los pies en la otomana.
Leía una biografía de George Bernard Shaw. Tenía una encantadora forma de acariciarse el cabello con un movimiento inconsciente. Alguna que otra vez también lo hacía en clase. Cuando terminó la cerveza. Allan miró el vaso vacío, se encogió de hombros, fue a la cocina y regresó con otra lata.
A las once vio el telediario, luego apagó la luz y salió del despacho. Ella sabía que iba a acostarse. Siempre dejaba la ventana abierta, pero las cortinas del dormitorio estaban echadas. Casi todas las noches se marchaba después de que él apagara la luz; pero una noche había tirado del picaporte de la cristalera corrediza y vio que no estaba cerrada. Desde entonces, algunas noches entraba, se sentaba en el sillón e imaginaba que al cabo de un minuto él la llamaría.
—Cariño, ven a la cama. Me encuentro sólito.
Un par de veces había esperado hasta asegurarse de que estaba dormido y había entrado de puntillas para mirarle. La noche anterior hacía mucho frío y estaba cansada, así que se marchó a casa después de que él apagara la luz del despacho.
*****
Frío y un gran cansancio.
Frío.
Laurie se restregó las manos. Había oscurecido de repente. No se había dado cuenta de lo oscuro que estaba el cielo cuando salió del despacho de Grant, unos minutos antes.