La víspera de Navidad, el profesor Allan Grant tuvo una desagradable escena con su esposa, Karen. Había olvidado esconder la llave del escritorio, y ella encontró las cartas. Karen le preguntó por qué no se las había enseñado; por qué no las había entregado al decano si, tal y como él afirmaba, todo eran invenciones absurdas.
Con paciencia y luego con menos paciencia, le explicó:
—Karen, no vi razón para preocuparte. En cuanto se refiere a enseñarlas al decano, ni siquiera estoy seguro si es un alumno el que las envía, aunque lo sospecho. ¿Qué va a hacer el decano, excepto lo que tú haces ahora, preguntarse qué hay de verdad en ellas?
La semana entre Navidad y Año Nuevo no llegó carta alguna.
—Una prueba más de que deben de ser de un alumno —comentó a Karen—. Ahora sí que me gustaría recibir una: el matasellos sería una gran ayuda.
Karen quería que pasaran el Fin de Año en Nueva York Habían sido invitados a una fiesta en el «Rainbow Room».
—Sabes que odio las fiestas multitudinarias —contestó él—. Los Larkin nos han invitado a su casa.
Walter Larkin era el Delegado para los asuntos de los estudiantes.
La vigilia de Año Nuevo nevó mucho. Karen telefoneó desde su despacho.
—Cariño, escucha la radio. Todos los trenes y los autobuses llevan retraso, ¿qué hago?
Allan sabía lo que debía responder.
—No te arriesgues a quedarte bloqueada en la estación de Pennsylvania o dentro de un autobús en la autopista. ¿Por qué no te quedas en la ciudad?
—¿Seguro que no te importa?
No le importaba.
Cuando Allan Grant se casó, lo hizo con el convencimiento de que era un compromiso para toda la vida. Su padre había abandonado a su madre cuando Allan era un bebé, y él juró que jamás le haría eso a ninguna mujer.
Era evidente que Karen se sentía contenta con el arreglo. Le gustaba vivir en Nueva York y pasar el fin de semana con él. Al principio, todo había funcionado muy bien. Allan Grant estaba acostumbrado a vivir solo y disfrutaba de su propia compañía. Pero ahora su insatisfacción aumentaba. Karen era una de las mujeres más hermosas que había conocido; llevaba la ropa como una modelo y, al contrario que él, sabía administrar el dinero de la casa. Pero su atracción física por él había muerto hacía tiempo, y su práctico sentido común era lo que prevalecía.
«¿Qué tenemos en común?», se preguntó Allan de nuevo mientras se vestía para ir a casa de los Larkin. Pero dejó a un lado la molesta pregunta. Esa noche se limitaría a disfrutar de una velada con buenos amigos. Sabía que todos estarían allí y eran unas personas atractivas e interesantes.
En especial Vera West, una nueva profesora de la Facultad.