En el despacho. Sarah tenía entre manos un caso de asesinato especialmente sádico. Una mujer de veintisiete años, Maureen Mays, había sido estrangulada por un joven de diecinueve años, el cual había penetrado a la fuerza en su coche, estacionado en el aparcamiento de la estación de ferrocarril.
Era un cambio agradable enfrascarse en las conclusiones finales a medida que la fecha del juicio se acercaba. Una y otra vez examinó las declaraciones de los testigos que habían visto al acusado al acecho en la estación. «Si hubiesen hecho algo al respecto», pensó Sarah. Todos tenían la impresión de que el joven pensaba perpetrar alguna fechoría. Ella sabía que la prueba física del desesperado intento de la víctima por liberarse de su atacante causaría una fuerte impresión en el jurado.
El juicio, que empezó el dos de diciembre, no se presentaba fácil, ya que el abogado de la defensa, Conner Marcus, un hombre enérgico y simpático, intentó destrozar la acusación de Sarah. Bajo un eficaz interrogatorio, los testigos admitieron que el estacionamiento estaba oscuro, y que no sabían si el acusado había abierto la portezuela del coche o si Mrs. Mays le había dejado subir.
Pero cuando llegó a Sarah el turno de preguntas, todos los testigos afirmaron que James Parker se acercó a Maureen Mays en la estación de tren, y que ella lo había rechazado.
La combinación de la sordidez del crimen con la actuación de Marcus había despertado tanto interés en los medios de comunicación que los espectadores llenaban los bancos. Los aficionados a asistir a los juicios hacían apuestas acerca del fallo.
Sarah seguía el ritmo de vida que en los últimos cinco años se había convertido en habitual para ella. Comía, bebía y dormía sin dejar de pensar en el «Estado contra James Parker». Los sábados, después de ver al doctor Carpenter, Laurie regresaba al campus.
—Tú tienes mucho trabajo, y a mí también me hace falta estar ocupada —dijo Laurie a su hermana.
—¿Qué tal vas con el doctor Carpenter?
—Ya empiezo a culpar al chófer del autobús por el accidente.
—Es una buena noticia.
En su siguiente llamada al doctor Donnelly, Sarah le dijo:
—Me gustaría poder creerla.
Pasaron el día de Acción de Gracias con unos primos en Connecticut. No fue tan horroroso como Sarah había temido. En Navidades, ella y Laurie volaron a Florida e hicieron un crucero de cinco días por el Caribe. Unas Navidades al sol y nadando en la piscina del Lido las hicieron olvidarse de que se trataba de unas fechas tan familiares. Pero Sarah no veía el momento de que terminara la suspensión del juicio por vacaciones.
Laurie pasó gran parte del crucero en su camarote, dedicada a la lectura. Se había apuntado a unas clases de Allan Grant sobre escritoras victorianas y quería adelantar parte del trabajo. Para ello se había llevado la vieja máquina de escribir portátil de su madre. Pero Sarah sabía que también la utilizaba para la correspondencia. Las cartas que escribía las sacaba de la máquina y las guardaba cuando ella entraba en el camarote. ¿Acaso estaba interesada por alguien? ¿Por qué no le había comentado nada?
«Tiene casi veintidós años —se dijo Sarah—. No te metas donde no te llaman».