A Laurie le resultaba difícil evitar que Sarah se diera cuenta del miedo que sentía. Cuando volvía a tener la pesadilla del cuchillo, no comentaba nada, ni con ella ni con el doctor Carpenter. No valía la pena. Nadie, ni siquiera Sarah, podía entender que el cuchillo estaba cada vez más cerca.
El doctor Carpenter quería ayudarla, pero tenía que llevar cuidado con él. Algunas veces, la hora se le pasaba volando a Laurie, y ella sabía que le había dicho cosas de las que no recordaba haber hablado.
Siempre estaba cansada. Aunque casi cada noche se quedaba en su habitación y estudiaba, tenía que terminar los trabajos de prisa y corriendo. En ocasiones los encontraba acabados sobre la mesa, pero no recordaba haberlos hecho.
Estaban creciendo pensamientos ruidosos que resonaban en su cabeza como los gritos de algunas personas en una habitación con eco. Una de las voces le decía que era una quejica, una estúpida, que causaba problemas a todo el mundo, y que cerrara la boca cuando visitara al doctor Carpenter. Otras veces, una niña lloraba sin cesar en su mente. La niña tanto gemía en voz baja, como sollozaba y se desesperaba. Otra voz, ronca y seductora, le hablaba como una estrella del pomo.
Los fines de semana resultaban duros. La casa era tan grande y tan silenciosa… Nunca quería quedarse sola en ella. Menos mal que Sarah la había ofrecido a una agencia de la propiedad inmobiliaria.
Las únicas ocasiones en que se sentía ella misma era cuando jugaba al golf con su hermana y se reunían con los amigos para almorzar o para cenar. Esos días le hacían pensar en Gregg. Le echaba de menos de una forma dolorosa, pero ahora él la aterrorizaba de tal modo que el miedo borraba el cariño. No soportaba la idea de que volviera a «Clinton» en enero.