Rutland Garrison, que tenía setenta y ocho años ya sabía desde niño que su camino era el sacerdocio. En 1947 había sido inspirado para reconocer el alcance potencial de la televisión y había convencido a la emisora Dumont de Nueva York a asignarle una hora el domingo por la mañana para la Iglesia del Espacio. Desde entonces predicaba el Evangelio.
Pero su corazón estaba cansado, por ello, el médico le había aconsejado que se jubilara.
—Ha hecho más en su vida que una docena de hombres juntos, reverendo Garrison —le dijo—. Ha construido una Escuela de la Biblia, un hospital, sanatorios, asilos… Ahora ocúpese de usted.
Garrison sabía mejor que nadie cómo enormes sumas de dinero podían ser desviadas de causas loables a bolsillos ávidos. No quería que su ministerio cayera en manos de alguien de esa calaña.
También sabía que, por su misma naturaleza, una labor como la suya por televisión necesitaba un hombre en el púlpito que pudiera inspirar y conducir a su rebaño, además de ser capaz de hilvanar un buen sermón.
—Tenemos que escoger un hombre con talento para organizar grandes espectáculos, pero que no sea un charlatán —advirtió Garrison a los miembros del consejo de la Iglesia del Espacio.
No obstante, a finales de octubre, después de la tercera aparición del reverendo Bobby Hawkins como predicador invitado, el consejo votó a su favor para encomendarle el púlpito.
Garrison tenía poder de veto sobre las decisiones del consejo.
—No estoy seguro de ese hombre —dijo enojado—. Hay algo en él que me inquieta. No necesitamos tomar una decisión tan precipitada.
—Tiene cualidades mesiánicas —protestó uno de los miembros.
—El mismo Mesías nos advirtió que nos guardáramos de los falsos profetas. —Rutland Garrison vio en la expresión tolerante, aunque algo irritada de los hombres que lo rodeaban, que atribuían esas objeciones a sus pocas ganas de jubilarse. Se levantó.
—Haced lo que queráis —dijo en tono cansado—. Me voy a casa.
Esa noche, el reverendo Rutland Garrison murió mientras dormía.