El martes por la tarde, Sarah conducía hacia Nueva York. Llegaba con tiempo suficiente a la cita que tenía con el doctor Justin Donnelly a las seis; pero cuando entraba en recepción, él salía a toda prisa de su despacho.
Con una rápida disculpa le explicó que tenía una urgencia y le pidió que, por favor, lo esperara. Ella sólo tuvo tiempo de ver que era alto, fuerte, moreno y de ojos azules…, antes de que desapareciese.
Observó que la recepcionista se había marchado. Los teléfonos no sonaban. Al cabo de diez minutos de hojear una revista sin encontrar nada de interés, la dejó y se concentró en sus pensamientos.
Pasaban unos minutos de las siete cuando el doctor Donnelly volvió.
—Lo siento mucho —se limitó a decirle mientras la hacía pasar a su despacho.
Sarah sonrió, intentando ignorar el dolor de estómago y el inconfundible inicio de una jaqueca. Llevaba muchas horas sin tomar nada desde que a las doce había engullido una tostada con jamón y una taza de café.
El doctor le indicó que se sentara. Ella lo hizo, consciente de que él estaba estudiándola, y fue directamente al asunto.
—Doctor Donnelly, he enviado a mi secretaria a la biblioteca para que hiciera fotocopias de todo lo que encontrara referente a los trastornos de personalidad. Yo tenía una vaga idea, pero lo que he leído hoy me causa pavor.
Él esperó.
—Si lo que me parece entender es exacto, una de las causas principales son los traumas infantiles y, en especial, los abusos sexuales durante un largo período de tiempo. ¿Eso es correcto?
—Sí.
—Laurie sufrió, sin duda, el trauma de ser secuestrada y retenida lejos del hogar durante dos años cuando era una niña. Los médicos que la examinaron después creen que hubo abusos sexuales.
—Sarah, ¿puedo llamarla por su nombre de pila?
—Por supuesto que sí.
—Muy bien, Sarah. Si Laurie se ha convertido en una personalidad múltiple, es probable que empezara en el momento de su secuestro. En el supuesto de que abusaran de ella, debía de sentir tal terror que una criatura no podía, a esa edad, asumir lo que ocurría. En ese momento se produjo un desdoblamiento de su personalidad. Psicológicamente, Laurie, la niña que ustedes conocían, se separó del dolor y del miedo y personalidades alteradas acudieron para ayudarla. El recuerdo de esos años está encerrado en ellas y, según parece, no se había manifestado hasta ahora. Después de que Laurie regresase a casa a los seis años, volvió a ser la que era, excepto por una pesadilla recurrente. Hace poco, con la muerte de sus padres, ha sufrido otro trauma terrible, y el doctor Carpenter ha observado cambios de personalidad durante las sesiones que ha mantenido con él. El motivo por el que mi colega acudió a mí con tanta urgencia es su temor al suicidio.
—No me lo dijo. —Sarah sintió la garganta seca—. Laurie ha estado muy deprimida, desde luego, pero… ¿hasta ese punto?
—Sarah, ¿podría convencer a su hermana para que venga a verme?
Ella negó con la cabeza.
—Ya me cuesta mucho que acuda a hablar con el doctor Carpenter. Nuestros padres eran unos seres humanos maravillosos, pero no querían saber nada de la psiquiatría. Mamá solía citar a uno de sus profesores de la Facultad. Según él, había tres clases de personas: las que acuden al psiquiatra cuando están sometidas a tensiones; las que comentan sus problemas con un amigo, el taxista, o el camarero; y las que los guardan para sí. El profesor aseguraba que la tasa de recuperación es la misma en las tres clases. Laurie creció con estas ideas.
Justin Donnelly sonrió.
—No estoy muy seguro de que esa opinión no sea compartida por mucha gente.
—Yo sé que Laurie necesita ayuda médica —prosiguió Sarah—. El problema radica en que ella no quiere abrirse al doctor Carpenter. Da la impresión de que le asuste lo que él pueda descubrir.
—Entonces, al menos por ahora, es importante que trabajemos en torno a ella. Después de releer su expediente he hecho algunas anotaciones.
A las ocho, al ver el cansado rostro de Sarah, dijo:
—Será mejor que lo dejemos aquí. Esté atenta a cualquier alusión al suicidio, aunque sea de pasada, e infórmenos al doctor Carpenter y a mí. Voy a serle muy sincero. Confieso que me gustaría hacer el seguimiento del caso de Laurie. Mi trabajo es la investigación de trastornos de personalidad múltiple, no es muy corriente que nos encontremos con un paciente al inicio de una crisis de alteración de la personalidad. Hablaré del caso con el doctor Carpenter después de las próximas sesiones con él. A menos que haya un cambio radical, tengo la impresión de que obtendremos más información de usted que de Laurie. Permanezca muy atenta.
—Doctor, ¿es cierto que hasta que Laurie no abra esos años olvidados, no estará realmente bien? —preguntó Sarah después de cierta vacilación.
—Le pondré un ejemplo, Sarah. Una vez, mi madre se rompió una uña hasta la carne viva. Pocos días después, tenía el dedo inflamado y le dolía mucho. Ella siguió haciéndose curas por su cuenta, ya que tenía miedo de que se lo sajaran. Cuando al fin se decidió a ir a urgencias, la infección le subía por el brazo, que estaba casi gangrenado. Como ve, había hecho caso omiso de los síntomas de aviso porque no quería soportar el dolor del remedio inmediato.
—¿Y Laurie muestra síntomas de infección psicológica?
—Sí.
Caminaron por el largo pasillo hasta la puerta principal. El guardia jurado les franqueó el paso. No hacía viento, pero la noche de octubre era fría.
—¿Tiene el coche cerca? —preguntó él cuando Sarah se disponía a despedirse.
—Por uno de esos milagros, he encontrado un sitio libre al final de la manzana.
La acompañó hasta allí.
—Hasta pronto, nos mantendremos en contacto —dijo él.
«Qué hombre tan agradable», pensó Sarah al poner el coche en marcha. Intentó analizar sus sentimientos. Estaba más preocupada por Laurie que antes de ver al doctor Donnelly, pero ahora al menos contaba con una ayuda sólida.
Cruzó la Calle 96, dejó atrás Madison Avenue y Park Avenue, para dirigirse hacia Roosevelt Avenue, pero al llegar a la avenida Lexington giró a la derecha y enfiló el centro de la ciudad. Estaba hambrienta y «Nicola’s» se hallaba a doce manzanas.
Diez minutos después la acompañaban a una mesa para dos.
—¡Hola! Me alegro de verla, Sarah —la saludó Lou, el viejo camarero del «Nicola’s».
El restaurante estaba siempre muy animado, y la agradable visión de platos de pasta humeante que salían de la cocina la reconfortó.
—Ya sabes lo que quiero, Lou.
—Espárragos a la vinagreta, tallarines con almejas, y un vaso de vino —recitó el hombre.
—Exacto.
Del cesto del pan cogió un panecillo crujiente. Diez minutos después, justo en el momento en que le servían los espárragos, alguien ocupaba la mesa de su izquierda. Sarah oyó que una voz conocida decía:
—Perfecto, Lou. Gracias. Estoy hambriento.
Sarah levantó la vista y se encontró mirando el sorprendido, y a la vez complacido, rostro del doctor Donnelly.