El lunes, a las once de la noche, el profesor Allan Grant se desperezó en la cama y encendió la luz de la mesita de noche. A pesar de que el gran ventanal del dormitorio permanecía entreabierto, la habitación no estaba lo bastante fresca para su gusto. Karen, su esposa, solía burlarse de él diciéndole que en alguna reencarnación anterior debió de haber sido un oso polar. Karen odiaba un dormitorio frío. «No es que ahora esté mucho aquí para bromear sobre ello», pensó, mientras retiraba la ropa de la cama y se ponía de pie en la alfombra.
Durante los últimos tres años, Karen había trabajado en una agencia de viajes del «Madison Arms Hotel» de Manhattan. Al principio pasaba la noche en Nueva York sólo de vez en cuando. Luego, llamaba cada vez más a menudo a últimas horas de la tarde.
—Cariño, estamos de trabajo hasta las cejas, ¿podrías arreglártelas tú solo?
Se las había arreglado él solo durante treinta y cuatro años, antes de conocerla, seis años atrás, en un viaje a Italia. Volver a la vieja costumbre no le había resultado demasiado difícil. Karen tenía ahora un apartamento en el hotel, donde solía quedarse los días laborables. Volvía a casa los fines de semana.
Grant cruzó el dormitorio y abrió el ventanal de par en par. Las cortinas se hincharon de viento y una ráfaga de aire helado penetró en la estancia. Corrió hacia la cama, pero vaciló y se encaminó al vestíbulo. No valía la pena, no tenía sueño. En su buzón de correos de la Facultad había encontrado otra de aquellas extrañas cartas. ¿Quién diablos era Leona? No tenía ninguna alumna con ese nombre, nunca la había tenido.
La casa era un espacioso y cómodo edificio tipo rancho. Allan la había comprado antes de su matrimonio con Karen. Durante un tiempo, ella pareció interesada en redecorarla, y cambiar muebles viejos o feos, pero empezaba a tener el mismo aspecto de sus días de soltero.
Mientras se rascaba la cabeza y se subía el pantalón del pijama, que siempre parecía resbalar hasta sus caderas, anduvo por el vestíbulo, pasó por delante de las habitaciones de invitados, dejó atrás la cocina, el comedor y el salón y entró en su despacho. Encendió las luces. Se acercó al escritorio, buscó la llave del primer cajón y lo abrió; de él sacó las cartas y empezó a releerlas.
La primera le había llegado hacía dos semanas.
Querido Allan, en estos momentos estoy reviviendo las maravillosas horas que pasamos juntos anoche. Es difícil creer que no hayamos estado siempre locamente enamorados, pero quizá se deba a que otros tiempos no cuentan para nosotros, ¿verdad? ¿Sabes lo mucho que me cuesta no proclamar a los cuatro vientos que te adoro? Y sé que tú sientes lo mismo. Sin embargo, tenemos que ocultar lo que significamos el uno para el otro. Lo entiendo, pero no dejes de amarme ni de desearme como ahora.
LEONA
Todas las cartas estaban escritas con el mismo estilo. Llegaba una cada dos días, y describían escenas amorosas con él, en su casa o en su despacho.
Su casa había servido como taller de estudios en infinidad de ocasiones, por lo que decenas de alumnos la conocían. Algunas de las cartas hacían referencia al ajado sillón de cuero marrón de su despacho. Nunca había estado a solas con una alumna en casa, él no era tan idiota.
Grant estudió las cartas con atención. Habían sido mecanografiadas en una máquina vieja. La «o» y la «w» estaban rotas. Una vez repasados los trabajos de los alumnos, pudo constatar que ninguno de ellos utilizaba una máquina así. Y tampoco le era familiar la retorcida rúbrica.
Una vez más, dudaba en mostrarlas a Karen y a la dirección del Centro. Resultaba difícil prever la reacción de Karen, y no quería preocuparla. Tampoco le agradaba la idea de que ella decidiera dejar su empleo para quedarse en casa. Quizás un par de años atrás lo hubiese querido, pero ya no. Era una decisión comprometida.
La dirección. Informaría al Representante de los Alumnos cuando descubriera al autor de las cartas. El problema era que carecía de la menor pista. Además, si alguien pensaba que contenían una pizca de verdad, ya podía despedirse de su futuro en la Facultad.
Leyó las cartas una vez más, en busca de un cierto estilo literario, frases o expresiones que le recordaran a algún alumno. Nada. Por último volvió a depositarlas en el cajón, que cerró con llave. Entonces bostezó y comprendió que estaba agotado. Y helado. Una cosa era dormir en una habitación fría bajo cálidas mantas, y otra muy distinta estar en medio de una corriente de aire con pijama de algodón. ¿Por dónde diablos entraba esa corriente?
Karen echaba siempre las cortinas cuando se hallaba en casa, pero él no se molestaba en hacerlo. Vio que la puerta de cristal corrediza que daba al patio estaba entreabierta. Se trataba de una puerta muy pesada, y costaba hacer que se deslizara por su raíl. Lo más probable era que no la hubiera cerrado la última vez que había salido. Y el pestillo también era una lata, casi nunca encajaba. Anduvo hacia allí, hizo correr la puerta hasta el tope, echó el pestillo y, sin comprobar si había encajado bien, apagó las luces y volvió a su cama.
Se arrebujó bajo las mantas, cerró los ojos y se quedó dormido. Ni en sus sueños más descabellados hubiera imaginado que, media hora antes, una esbelta silueta de rubia melena estaba sentada en el sillón de cuero marrón y que se había escabullido al oír sus pasos que se acercaban.