Esa tarde, cuando Sarah llegó a casa desde la oficina, el correo estaba apilado sobre la mesa del vestíbulo. Después del funeral, Sophie, su asistenta diaria desde hacía muchos años, le había propuesto recortar su ayuda a dos días por semana.
—No me necesitas tanto, Sarah, y ya no soy una jovencita.
El lunes era uno de los días que iba a la casa. Por eso el correo estaba recogido, la casa olía a abrillantador de muebles, las cortinas aparecían echadas y la tenue luz de lámparas y apliques daba un resplandor de bienvenida a las habitaciones de la planta baja.
Ésa era la peor parte del día para Sarah, entrar en una casa vacía. Antes del accidente, si la esperaban a cenar, sus padres se sentaban en el salón a tomar una copa.
Sarah se mordió el labio inferior y apartó el recuerdo de su mente. La carta que había encima llevaba sellos de Inglaterra. Rasgó el sobre, segura de que era de Gregg Bennett. La leyó de prisa, y, después, más despacio. Gregg se había enterado del accidente y se mostraba profundamente desolado. Describía el gran afecto que sentía por John y Marie, sus agradables visitas a la casa, y se hacía cargo de lo duro que debía de resultar para las dos hermanas.
El párrafo final era preocupante.
Sarah, telefoneé a Laurie, y me pareció muy deprimida. Luego gritó algo como «No quiero, no quiero» y me colgó. Estoy muy intranquilo, es tan frágil. Sé que tú te ocupas de ella, pero ten mucho cuidado. Volveré a Clinton en enero y me gustaría verte. Te envío todo mi cariño, y dale un beso a Laurie de mi parte.
Gregg.
Con manos temblorosas, Sarah se llevó el correo a la biblioteca. Al día siguiente telefonearía al doctor Carpenter y le leería la carta. Sabía que había recetado antidepresivos a Laurie, pero ¿los tomaba su hermana? El contestador automático parpadeaba. El doctor Carpenter había llamado y, al no encontrarla en casa, le había dejado su número de teléfono privado.
Cuando se puso en contacto con él, le habló de la carta de Gregg y, a continuación, escuchó, estupefacta y asustada, la detallada explicación del porqué él había visitado al doctor Donnelly en Nueva York, y por qué consideraba imperativo que Sarah fuera a verle cuanto antes. Le dio el número de teléfono de la clínica. En voz baja y tensa, ella tuvo que repetir dos veces su número a la telefonista.
Sophie le había dejado preparado pollo asado y ensalada. El estómago de Sarah se cerró al cabo de tres o cuatro bocados. Acababa de hacerse café cuando el doctor Donnelly le devolvió la llamada. Tenía todas las horas del día siguiente ocupadas, pero podía recibirla a las seis de la tarde. Sarah colgó, releyó la carta de Gregg, y, en un arrebato de angustia, marcó el número de Laurie. Nadie contestó. Lo intentó cada media hora hasta que, al fin, a las once, respondió a su llamada. El «Diga» de Laurie sonó bastante alegre.
Charlaron durante unos minutos.
—¿No es una lata? —dijo Laurie—. Después de cenar me he recostado en la cabecera de la cama con la intención de preparar un condenado examen para mañana y me he quedado dormida. Ahora tendré que pasarme media noche en blanco.