A las siete y media del lunes por la mañana, el doctor Justin Donnelly caminaba a paso ligero por la Quinta Avenida en dirección al hospital «Lehman», en la Calle 96. Solía competir contra sí mismo para cubrir los tres kilómetros de distancia un minuto o dos más rápido cada día. Pero últimamente no hacía jogging, y no conseguía mejorar su récord de veinte minutos.
Era un hombretón que daba siempre la impresión de que en casa debía de llevar botas y sombrero de vaquero, imagen no muy equivocada, por cierto. Donnelly se había criado en un rancho de ovejas en Australia. Su rizado cabello negro siempre parecía despeinado. Lucía un vistoso bigote que cuando sonreía acentuaba su blanca dentadura. Tenía los grandes ojos azules enmarcados por largas pestañas que las mujeres envidiaban. Al principio de su formación profesional como psiquiatra había decidido especializarse en trastornos de personalidad múltiple. Era un persistente innovador que no cejó hasta que consiguió instalar una clínica para este tipo de enfermos en Nueva Gales del Sur. Rápidamente se convirtió en un centro modelo. Sus artículos, publicados en eminentes revistas médicas, le proporcionaron prestigio internacional. A los treinta y cinco años se le había encomendado la dirección de un centro para personas con trastornos de personalidad múltiple en Lehman.
Después de dos años en Manhattan, Justin se consideraba un neoyorquino al ciento por ciento. Durante sus caminatas hacia el consultorio y de regreso disfrutaba del paisaje familiar: los caballos que llegaban al parque, el zoológico en la Calle 65, los porteros de los lujosos edificios de apartamentos de la Quinta Avenida… Casi todos ellos lo saludaban por su nombre. Ahora, mientras pasaba por delante, varios de ellos le hicieron un comentario acerca del buen tiempo que hacía para ser octubre.
Iba a ser un día ajetreado. Justin solía reservar la hora libre, entre diez y once, para las consultas de personal. Pero había hecho una excepción. Una llamada urgente el sábado de un psiquiatra de Nueva Jersey había despertado su interés. El doctor Peter Carpenter quería consultarle el caso de una paciente que él sospechaba pudiera sufrir trastornos de la personalidad y tendencias suicidas. Justin le había citado para las diez.
Llegó a la Calle 96 con la Quinta Avenida en veinte minutos, y le consoló que la riada de peatones fuera la causante de su marcha lenta. La entrada principal del hospital estaba en la avenida, y a la clínica para trastornos de la personalidad se entraba por una discreta puerta situada en la Calle 96. Justin solía ser el primero. Tenía el consultorio en una pequeña habitación al final del pasillo. La antesala, pintada de color marfil, estaba amueblada con la mesa y el sillón giratorio, dos sillones para los visitantes, estanterías y archivadores, se veía animada por litografías a todo color de barcos de vela anclados en el puerto de Sydney. El consultorio estaba equipado con un sofisticado equipo de vídeo y grabadora.
Su primer paciente era una mujer de Ohio que había recibido un tratamiento de seis años, con un diagnóstico de esquizofrenia. Hasta que un psicólogo inteligente empezó a creer que las voces que la mujer seguía oyendo eran las de otras personalidades, la mujer no había acudido a él. Hacía grandes progresos.
El doctor Carpenter llegó a las diez en punto. Dio las gracias a Justin por recibirle con tanta urgencia, y, de inmediato, pasó a hablarle de Laurie.
Donnelly lo escuchó, tomó notas e intercaló varias preguntas.
—No soy un experto en trastornos de la personalidad múltiple —concluyó Carpenter—, pero si había algunas pistas de ello, las he visto. Se ha producido un cambio muy acentuado en su voz y en su actitud durante las dos últimas visitas. No es consciente ni de un incidente específico al menos cuando salió de su habitación y estuvo fuera durante horas. Estoy seguro de que no miente cuando afirma que permaneció durmiendo todo ese tiempo. Tiene una pesadilla recurrente de un cuchillo que la amenaza. Sin embargo, en un momento dado, durante la dramatización, actuó como si ella sujetara el cuchillo y a continuación intentara evitar el golpe. He hecho una copia del informe.
Donnelly leyó las páginas con rapidez, haciendo un círculo o subrayando los puntos que le llamaban la atención. El caso le fascinaba. Una niña muy amada es secuestrada a los cuatro años y abandonada por los secuestradores a los seis, ¡con pérdida total de memoria de esos dos años intermedios! ¡Una pesadilla recurrente! La impresión de la hermana mayor de que, desde su regreso a casa, Laurie respondía al estrés con ansiedad infantil. Muerte trágica de los padres de la cual la joven se culpaba a sí misma.
Al cerrar el expediente dijo:
—Los informes del hospital de Pittsburgh donde le hicieron la inspección médica indicaban probables abusos sexuales durante un largo período de tiempo, y se recomendaba el asesoramiento de un psiquiatra. Supongo que no se hizo nada.
—Los padres se negaron en redondo —contestó el doctor Carpenter—. Y, por lo tanto, tampoco recibió ningún tipo de terapia.
—Típico de pretender-que-no-ocurrió, la idea de quince años atrás, sumado a que los Kenyon eran padres mayores de la edad normal —indicó Donnelly—. Sería una buena idea si pudiésemos convencer a Laurie para que viniera a hacerse unas pruebas. Y yo diría que cuanto antes, mejor.
—Me da la impresión de que eso será muy difícil. Sarah tuvo que rogarle que acudiera a verme.
—Si se resiste, me gustaría hablar con la hermana. Ella debería vigilar los gestos de comportamiento anormal, y, por supuesto, no tomar a la ligera cualquier amenaza de suicidio.
Los dos psiquiatras fueron juntos hasta la puerta. En la sala de recepción, una muchacha de cabello oscuro miraba, sombría, por la ventana. Llevaba los brazos vendados.
—Ustedes deben tomarse el asunto muy en serio —dijo Donnelly en voz baja—. Los pacientes que han sufrido traumas durante la infancia corren un alto riesgo de autolesiones.