El doctor Carpenter percibió el cambio de actitud de Laurie, cuando ésta se recostó en el sillón de cuero. No le sugirió que se tendiera en el diván, ya que lo último que quería era perder la incipiente confianza de la joven. Le preguntó qué tal habían ido la semana y las clases.
—Creo que bien. Los compañeros y los profesores se han portado de maravilla conmigo. Y me estoy quemando las pestañas de tanto estudiar… —Dudó un momento y calló.
Carpenter esperó.
—¿De qué se trata, Laurie? —preguntó entonces con gesto cordial.
—Anoche, cuando llegué a casa, Sarah me preguntó si había tenido noticias de Gregg Bennett.
—¿Gregg Bennett?
—Yo salía con él. Mis padres y Sarah lo apreciaban mucho.
—¿Te gustaba?
—Sí, hasta que…
De nuevo, él esperó.
—No quería soltarme.
—¿Quieres decir que intentó forzarte?
—No. Me besó. Y eso estuvo bien. Me gustó. Pero entonces me apretó los brazos con las manos.
—Y te asustó.
—Yo sabía lo que iba a ocurrir.
—¿Y qué iba a ocurrir?
Ella miraba a lo lejos.
—No queremos hablar de esto.
Durante diez minutos permaneció callada.
—Seguro que Sarah no creyó que la otra noche no salí de mi habitación —dijo después con tristeza—. Se le notaba preocupada.
Sarah había telefoneado al doctor para comentarle ese tema.
—Quizás saliera —sugirió el doctor Carpenter—. Le haría mucho bien relacionarse con los amigos.
—No, ahora estoy demasiado ocupada.
—¿Algún sueño?
—El del cuchillo.
Dos semanas atrás, ella se había puesto histérica al preguntarle acerca de ese asunto. En ese momento, su tono era casi de indiferencia.
—Tengo que acostumbrarme a él. Voy a tenerlo hasta que el cuchillo me alcance. Lo conseguirá.
—Laurie, hay una terapia que consiste en hacer la representación escénica de un recuerdo inquietante. Me gustaría que probara. Muéstreme lo que ve en la pesadilla. Yo creo que le da miedo acostarse porque teme que vuelva. Y nadie puede vivir sin dormir. No necesita hablar. Sólo represente lo que ocurre en la pesadilla.
Laurie se levantó con lentitud, luego alzó la mano derecha. Su boca se retorció en una mueca. Empezó a avanzar en círculos hacia la mesa del doctor, marcando los pasos. Su mano se movía arriba y abajo como si aferrara un cuchillo imaginario. Justo antes de dejarlo caer sobre él, se detuvo en seco. Su actitud cambió. Se quedó de pie, clavada en el sitio, la mirada perdida. Con la mano intentaba quitarse algo del rostro y del cabello. Miró hacia el suelo y dio un salto hacia atrás, aterrorizada.
Cayó al suelo. Se cubrió el rostro con las manos, y se agazapó contra la pared, temblando y gimiendo como un animal herido.
Transcurrieron diez minutos. Laurie se tranquilizó, bajó las manos y se levantó poco a poco.
—Éste es el sueño del cuchillo —dijo.
—¿Está usted en el sueño, Laurie?
—Sí.
—¿Quién es, la persona que empuña el cuchillo o la que está asustada?
—Todas. Y, al final, todas morimos juntas.
—Laurie, me gustaría consultar con un psiquiatra; él tiene mucha experiencia con personas que han sufrido traumas infantiles. ¿Querría firmar un permiso para que yo pueda comentar su caso con él?
—Si usted quiere… A mí, ¿qué más me da?