Laurie abrió la portezuela de su coche.
—Parece que ha llegado el otoño —dijo.
Las primeras hojas caían de los árboles. Por la noche, la temperatura había bajado de golpe.
—Sí —contestó Sarah—. Escucha, si es demasiado para ti…
—Nada de eso. Tú mete a los delincuentes en la cárcel, y yo me pondré al día de todas las clases que he perdido y mantendré los sobresalientes. Hasta es posible que intente superar las de tu licenciatura. Nos veremos el viernes por la noche.
Se disponía a darle un rápido abrazo, pero la estrechó fuerte contra ella.
—Sarah, nunca permitas que intercambiemos el coche.
Su hermana le acarició el cabello.
—Yo creí que habíamos acordado que a mamá y a papá les inquietaría mucho esa forma tuya de pensar. El sábado, después de tu visita al doctor Carpenter, podríamos damos una vuelta por el campo de golf.
Laurie esbozó una sonrisa.
—Quien venza, paga el almuerzo.
—Lo dices porque sabes que me ganarás.
*****
Sarah saludó con la mano hasta que el coche desapareció de su vista, entonces entró en la casa. Estaba tan silenciosa, tan vacía. La opinión común era no hacer cambios radicales después de la muerte de un familiar, pero su instinto le decía que debía empezar a buscar de inmediato otro lugar, quizás un apartamento, y vender la casa. Telefonearía al doctor Carpenter para consultárselo.
Ya estaba vestida para ir al despacho. Cogió el maletín y el bolso que estaban sobre la mesa del vestíbulo. La delicada mesa del siglo XVIII, con incrustaciones de mármol, y el espejo eran antigüedades que habían pertenecido a su abuela. ¿Dónde cabrían, en un apartamento de dos habitaciones, todo eso y las otras piezas de valor, además de las ediciones príncipe de los clásicos que se alineaban en la biblioteca de John Kenyon? Sarah desechó la idea.
De forma instintiva se miró al espejo y le sorprendió lo que vio. Estaba pálida como un muerto, tenía profundas ojeras. Su rostro había sido delgado siempre, pero ahora las mejillas estaban hundidas y los labios desprovistos de color. Recordó a su madre, aquella fatídica mañana.
—Sarah —le dijo—, ¿por qué no te maquillas un poco? Un poco de sombreado daría a tus ojos…
Dejó de nuevo el maletín y el bolso sobre la mesa y subió la escalera. Del armario del cuarto de baño sacó su poco usado estuche de maquillaje. La imagen de su madre con el salto de cama color salmón, tan bonita al natural, tan tiernamente maternal, diciéndole que se pusiera sombra de ojos hizo saltar las lágrimas que había contenido en presencia de Laurie.
*****
Era tan agradable entrar en el mal ventilado despacho, con sus paredes desconchadas, hileras de archivadores, teléfonos estridentes. Sus colegas de la oficina del fiscal habían acudido en masa al funeral. Los amigos habían telefoneado durante las últimas semanas y la habían visitado.
Todos parecían comprender que ella quisiera volver a la normalidad.
—Me alegro de verte.
—Sarah, avísame cuando tengas un minuto…
El almuerzo consistió en una tostada de centeno con queso y un café solo de la cafetería del Palacio de Justicia. A las tres, Sarah tenía la satisfacción de haber contestado todas las llamadas urgentes de demandantes, testigos y abogados.
A las cuatro, incapaz de esperar más, telefoneó a la habitación de Laurie. En seguida contestaron.
—¿Diga?
—¿Laurie? Soy yo. ¿Qué tal va todo?
—Así, así. He ido a tres clases, pero me he saltado la última. Estaba agotada.
—No me extraña, no has dormido bien ni una sola noche. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Irme a la cama. Necesito tener la cabeza despejada.
—Muy bien. Yo trabajaré hasta tarde, volveré a casa alrededor de las ocho ¿Por qué no me llamas?
—Estupendo.
Sarah permaneció en el despacho hasta las siete y media. Camino de casa se compró una hamburguesa para cenar. A las ocho y media telefoneó a Laurie.
El teléfono sonaba y nadie contestaba. Tal vez se esté duchando. Quizás haya tenido algún tipo de reacción. Sarah seguía pegada al auricular escuchando el zumbido. Por fin, una voz apresurada contestó:
—Línea de Laurie Kenyon.
—¿Está Laurie?
—No, y, por favor, si al cabo de cinco o seis timbrazos nadie contesta, déjeme en paz. Estoy al otro extremo del pasillo y tengo que preparar un examen.
—Lo siento, pero es que Laurie pensaba acostarse temprano.
—Bien, pues ha cambiado de idea. Ha salido hace unos minutos.
—¿Se encontraba bien? Soy su hermana y estoy intranquila por ella.
—Oh, no lo sabía. Lamento lo ocurrido a sus padres. Creo que Laurie estaba bien. Iba arreglada como para una cita.
Sarah telefoneó de nuevo a las diez, a las once, a las doce, a la una. La última vez, una soñolienta Laurie contestó.
—Me encuentro perfectamente, Sarah. Me he acostado después de cenar y no me he despertado hasta ahora.
—Laurie, estuve llamando durante tanto tiempo que la chica del final del pasillo contestó al teléfono. Me dijo que habías salido.
—Sarah, se ha equivocado. Te juro que no me he movido de aquí. —Laurie parecía asustada—. ¿Por qué iba yo a mentirte?
«No lo sé», pensó Sarah.
—Bien, no importa. Vuelve a la cama —dijo, y colgó el auricular con gesto lento.