El doctor Peter Carpenter fue el psiquiatra de Ridgewood al que Sarah telefoneó diez días después del funeral. Sarah lo conocía un poco, le gustaba, y sus preguntas sobre él confirmaron esa impresión. Su jefe, Ed Ryan, el fiscal de Bergen County, era un acérrimo defensor de Carpenter.
—Es un tío que sabe lo que se lleva entre manos. Le confiaría a cualquiera de mi familia, y ya sabes que eso quiere decir mucho para mí. Demasiados de esos pájaros están chiflados.
Ella le solicitó una entrevista urgente.
—Mi hermana se siente culpable del accidente de nuestros padres —explicó a Carpenter.
Mientras hablaba, se dio cuenta de que estaba evitando la palabra «muerte». En realidad, aún le costaba creerlo.
—Ella ha tenido una pesadilla recurrente durante años. Ahora hacía mucho tiempo que no le ocurría, pero últimamente vuelve a tenerla.
El doctor Carpenter recordaba muy bien el secuestro de Laurie. Cuando sus secuestradores la abandonaron y volvió a casa, él había comentado con sus colegas las ramificaciones de aquella pérdida total de memoria.
—Pienso que sería más prudente que usted y yo habláramos antes de ver a Laurie —dijo a Sarah a pesar de que estaba muy interesado en visitar a la chica—. Esta tarde dispongo de una hora libre.
Tal y como su esposa le decía a menudo para tomarle el pelo, Carpenter podía haber sido el prototipo del médico de cabecera. Cabello gris, tez rosada, cuerpo robusto, gafas de montura al aire, expresión bonachona, y aparentando los cincuenta y dos años que tenía.
Su consultorio era acogedor a propósito: paredes verde pálido, cortinas recogidas en verde y blanco, una mesa de caoba con un jarrón de flores silvestres, su sillón giratorio y, frente a él, otro de cuero color burdeos que hacía juego con el diván situado al extremo opuesto de las ventanas.
Cuando su secretaria hizo pasar a Sarah, Carpenter estudió a la atractiva joven vestida con un sencillo traje de chaqueta azul. Su esbelta y atlética figura se movía con elasticidad. No llevaba maquillaje y era muy pecosa. Las cejas y las pestañas castaño oscuro acentuaban la tristeza de sus luminosos ojos grises. Una cinta azul mantenía el cabello apartado del rostro y las ondas rojizas terminaban justo a la altura de la oreja.
A Sarah le resultó fácil responder a las preguntas del doctor.
—Sí. Laurie era otra cuando volvió. Incluso entonces tuve la seguridad de que había sido sometida a abusos sexuales. Pero mi madre insistía en decirle a todo el mundo que una pareja que quería un hijo se la había llevado. Ella necesitaba creerlo así. Quince años atrás no se hablaba de este tipo de cosas. Pero a Laurie le aterraba irse a la cama. Adoraba a nuestro padre, pero no volvió a sentarse en sus rodillas ni quería que la tocara. Le asustaban los hombres en general.
—Supongo que fue examinada cuando la encontraron.
—Sí, en el hospital, en Pennsylvania.
—Debe de haber un informe médico, y quisiera que usted se ocupara de que me lo enviaran. ¿Qué me dice de la pesadilla recurrente?
—Anoche la sufrió de nuevo, y estaba horrorizada. Ella lo llama el sueño del cuchillo. Desde que volvió a casa, nunca ha soportado los cuchillos afilados.
—¿Qué cambios de personalidad observó usted en ella?
—Al principio, muchos. Antes del secuestro, Laurie era una criatura sociable. Un poco malcriada, supongo, pero muy cariñosa. Tenía un grupo de amiguitos y le encantaba intercambiar visitas con ellos. Cuando volvió, nunca quiso pasar una noche fuera de casa. Siempre parecía algo distanciada de sus compañeros. Y escogió el «Clinton College» porque está sólo a hora y media en coche, y muchos fines de semana viene a casa.
—¿Novios? —preguntó el doctor.
—Como usted verá, es una chica preciosa. Estaba muy solicitada. En la Facultad iba a las fiestas y reuniones habituales. Nunca pareció interesada por nadie en especial hasta que conoció a Gregg Bennett, pero eso terminó de repente.
—¿Por qué?
—No lo sabemos. Gregg, tampoco. Salieron juntos todo el año pasado. Él también es alumno del «Clinton» y, a veces, venía a casa con ella el fin de semana. Nos gustaba mucho como persona y ella parecía feliz con él. Ambos son amantes de los deportes y juegan muy bien al golf. Entonces, un día de la primavera pasada, todo terminó. Sin explicaciones. Ella no quiso hablar del tema, ni con Gregg ni con nosotros. Gregg vino a vemos. No tenía ni la menor idea de lo que había ocasionado la ruptura. Este semestre está en Inglaterra, y no creo que se haya enterado de lo de mis padres.
—Quisiera ver a Laurie mañana a las once.
Al día siguiente, Sarah acompañó a Laurie a la cita y le prometió volver al cabo de cincuenta minutos.
—Traeré algo para comer. Hay que despertar ese apetito.
Laurie asintió y siguió a Carpenter hasta el despacho. Con algo parecido al pánico en su rostro, rehusó tenderse en el diván y eligió sentarse en el sillón frente al escritorio. Esperó en silencio, con una expresión triste y lejana.
«Depresión grave», pensó Carpenter.
—Me gustaría ayudarla, Laurie.
—¿Puede devolverme a mis padres?
—Ojalá pudiera, Laurie. Sus padres están muertos porque un autobús tuvo un fallo mecánico.
—Están muertos porque no llevé mi coche a la revisión.
—Lo olvidó.
—No lo olvidé. Anulé la cita en la estación de servicio. Decidí acudir a la Agencia de Inspección de Vehículos, que es gratis. Eso sí lo olvidé, pero la otra cita la anulé a propósito. Es culpa mía.
—¿Por qué anuló la primera cita para la revisión?
—Había un motivo, pero no recuerdo cuál.
—¿Qué vale una revisión en la estación de servicio?
—Veinte dólares.
—Y es gratis en la Agencia de Inspección de Vehículos. ¿No es ésa una buena razón?
Parecía absorta en sus pensamientos. Carpenter se preguntó si lo habría oído.
—No —musitó ella, al cabo de unos segundos.
—Entonces, ¿por qué cree usted que anuló la revisión?
Ahora sí estaba seguro de que ella no lo había escuchado. La chica se encontraba en otra parte. Intentó cambiar de táctica.
—Laurie, su hermana Sarah me ha hablado de que usted vuelve a sufrir pesadillas, o mejor dicho, la misma que tenía cuando volvió a casa.
Dentro de su mente, Laurie escuchó un sordo gemido. Dobló las rodillas y las levantó hasta el pecho; entonces ocultó su cabeza entre ellas. El gemido no estaba en su interior. Se originaba en su pecho, y ascendía por la garganta hasta la boca.