Justin conducía de Nueva York a Nueva Jersey a tanta velocidad como era capaz, al tiempo que intentaba convencerse de que Laurie estaba a salvo. Iba directamente a su apartamento, donde Gregg la estaría esperando. Pero esa mañana había algo en ella que le inquietaba. ¡Resignación!, ésa era la palabra. Pero ¿por qué?
Tan pronto había entrado en el coche había intentado telefonear a Sarah para advertirla sobre los Hawkins, pero en el apartamento no había contestado nadie. Cada diez minutos pulsaba el botón de llamada.
Había cogido la A-17 cuando respondieron. Era Gregg, y estaba solo en el apartamento. Sarah había salido y Laurie llegaría en cualquier momento.
—¡No la pierdas de vista ni un momento! —le conminó Justin—. Los Hawkins fueron sus secuestradores. Estoy absolutamente seguro.
—¡Hawkins! ¡Ese hijo de puta!
El furor de Gregg hizo que Justin tomara conciencia de las atrocidades que Laurie había debido de soportar. Durante todos esos meses, Hawkins la había acosado, tendido trampas para hacerle perder la razón. Pisó a fondo el acelerador y el coche salió disparado.
Abandonaba la A-17 para enfilar Ridgewood Avenue cuando el teléfono sonó.
Era Gregg.
—Estoy con Brendon Moody. Sarah piensa que Laurie puede estar con los Hawkins en la casa. Vamos para allá.
—Sólo he ido un par de veces. Dime qué camino debo coger.
Mientras Gregg se lo explicaba, Justin iba recordando. Rodear la estación del ferrocarril, pasar por la farmacia, recto hasta Godwin, Lincoln a la izquierda…
No se atrevió a acelerar al pasar por delante de Graydon Pool. Estaba lleno de familias con niños pequeños que cruzaban la calle.
A su mente acudió una imagen de la frágil Laurie enfrentándose al monstruo que la había secuestrado cuando era una niña de cuatro años vestida con un traje de baño rosa.