Se alojaban en el «Wyndham Hotel» de la Calle 58 Oeste, en Manhattan.
—Está muy de moda —le había dicho—. Va mucha gente del mundo del espectáculo; el lugar adecuado para empezar a hacer contactos.
Él había permanecido en silencio durante todo el trayecto desde la iglesia del funeral hasta Nueva York. Iban a almorzar con el reverendo Rutland Garrison, pastor de la Iglesia del Espacio, y el productor ejecutivo del programa televisivo. Garrison estaba a punto de retirarse y buscaba un sucesor. Cada semana invitaba a un predicador a compartir el programa.
Ella lo contempló mientras él descartaba tres atuendos distintos antes de decidirse por un traje azul marino, camisa blanca y corbata gris perla.
—Quieren un predicador, tendrán un predicador. ¿Qué tal estoy?
—Perfecto —aseguró ella.
También él estaba satisfecho de su aspecto. Tenía plateado el cabello, pese a sus cuarenta y cinco años. Vigilaba el peso escrupulosamente y había aprendido a mantenerse bien erguido, para que siempre pareciera estar por encima de la gente, incluso de hombres más altos. Se había adiestrado tanto en abrir mucho los ojos cuando soltaba un sermón que se había convertido en su expresión habitual.
La primera elección de ella de un vestido a cuadros blancos y rojos él la vetó.
—No es lo bastante elegante para esa reunión. Demasiado llamativo.
Le mostró un vestido de lino negro con chaqueta a juego.
—¿Y éste?
Él asintió.
—Ése sí, y recuerda que…
—No te llame Bic delante de nadie —lo interrumpió ella mimosa—. Hace años que no me dirijo a ti con ese nombre.
La mirada del hombre era febril, y Opal conocía y temía esos ojos. Habían pasado tres años desde su último arresto por la Policía local a fin de interrogarle sobre la denuncia presentada por una mujer, cuya niña rubia le había contado cosas de él. Siempre había conseguido convencerles de que se trataba de una mala interpretación, y la denunciante se disculpaba avergonzada; pero, aun así, había ocurrido demasiado a menudo y en demasiadas ciudades. Cuando aquella mirada aparecía, era la señal de que él estaba a punto de perder el control.
Lee era la única niña que se había llevado. Desde el mismo instante en que la vio con su madre en el centro comercial, se había obsesionado con ella. Ese día siguió su coche, y después solía pasar por delante de la casa, esperando ver a la niña. Él y Opal tenían un contrato de quince días para tocar la guitarra y cantar en un cafetucho de la Autopista Diecisiete, en Nueva Jersey, y se hospedaban en un hotel que estaba a un cuarto de hora de la casa de los Kenyon. Esa sería la última vez que actuarían en un local. Bic había empezado a cantar el Evangelio en congregaciones, y a predicar en la parte septentrional del Estado de Nueva York. El propietario de una emisora de radio de Bethlehem, Pennsylvania, que lo había escuchado le propuso iniciar un programa religioso en aquella pequeña emisora.
Fue cuestión de mala suerte que él hubiera insistido en pasar por delante de la casa una última vez antes de volver a Pennsylvania. Lee estaba en la calle, sola. Él la cogió en brazos, se la llevó, y, durante dos años. Opal había vivido en un constante estado de pavor y celos, sin atreverse a permitir que Bic se diera cuenta.
Habían pasado quince años desde que la dejaron en el patio de la escuela, pero Bic nunca había podido quitársela de la cabeza. Tenía su fotografía escondida en el billetero y, algunas veces, Opal lo sorprendía mirándola y acariciándola con los dedos. En los últimos años, conforme iba consiguiendo más éxito, él mismo se inquietaba de que, algún día, agentes del FBI lo detuvieran por secuestro y abuso sexual infantil.
«Piensa en esa chica de California que llevó a su padre a la cárcel porque empezó a visitar al psiquiatra y a recordar cosas que había olvidado por completo», se decía.
Acababan de llegar a Nueva York cuando Bic leyó el artículo en el Times referente al mortal accidente de los Kenyon. Desoyendo las protestas y súplicas de Opal decidió asistir al funeral.
—Opal, nos diferenciamos como el día y la noche de aquellos guitarristas hippies que Lee recuerda —le había dicho.
Tenía razón en que su aspecto era completamente distinto. Habían empezado a cambiarlo la mañana siguiente de haber dejado a Lee. Bic se cortó el cabello y se afeitó la barba. Ella se tiñó de rubio ceniza y se hizo un moño. Se compraron ropa adocenada, que les permitiera mezclarse entre la multitud, y adoptaron el aspecto del estadounidense medio.
—Por si alguien se fijó en nosotros ayer, en aquel restaurante —le explicó a Opal. Entonces fue cuando le advirtió que nunca volviera a llamarle Bic delante de nadie, y que él se dirigiría a ella en público por su verdadero nombre, Carla.
—Lee escuchó nuestros nombres miles de veces durante estos dos años. A partir de ahora, para cualquier persona que conozcamos, soy el reverendo Bobby Hawkins.
Con todo, ella sintió miedo mientras ascendían la escalinata de la iglesia. Al final de la misa, cuando el organista empezó a tocar las primeras notas del himno de despedida, él había susurrado:
—Ésta es nuestra canción, de Lee y mía.
Su voz destacaba por encima de las otras. Estaban en la última fila, y cuando el sacristán pasó por su lado, llevando el inconsciente cuerpo de Lee, Opal tuvo que sujetarle la mano para evitar que la alargara y la tocara.
—Te lo preguntaré una vez más, ¿estás lista? —Su voz sonó sarcástica desde la puerta de la suite.
—Sí.
Opal cogió el bolso y caminó hacia él. Tenía que calmarle. Su tensión interior se percibía a la legua. Le tomó el rostro entre las manos.
—Bic, cariño, tienes que relajarte —dijo ella con ternura—. Quieres causar buena impresión, ¿verdad?
Él no había oído una sola palabra.
—Todavía tengo el poder de aterrorizar a esa niña, ¿no? —murmuró. Entonces, entre sollozos entrecortados exclamó—: ¡Dios mío, cuánto la amo!