El jueves por la mañana, Karen Grant se enfadó mucho cuando vio que Connie Santini no estaba en su mesa. «Voy a despedirla», pensó mientras encendía las luces y escuchaba los mensajes del contestador automático. Connie le había dejado uno. Tenía que llevar a cabo un asunto urgente, pero iría más tarde. «¿Qué diablos habrá de urgente en su vida?», pensó Karen cuando sacaba del primer cajón el borrador de la declaración que pensaba prestar ante el juez el día de la sentencia de Laurie Kenyon. Empezaba diciendo: «Allan Grant era el marido ideal».
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«A Karen le gustaría saber dónde estoy ahora», pensaba Connie Santini, sentada junto a Anne Webster, en la pequeña sala de espera de la oficina del fiscal. Sarah Kenyon y Mr. Moody habían entrado a hablar con él. Connie estaba fascinada por el dinámico ambiente del lugar. Los teléfonos sonaban sin parar, jóvenes abogados corrían de un lado a otro con los brazos cargados de expedientes. Uno de ellos gritó por encima de su hombro:
—¡Toma el recado! ¡Ahora no puedo ponerme, me esperan en la Sala!
Sarah Kenyon abrió la puerta.
—Hagan el favor de pasar —dijo—. El fiscal quiere hablar con ustedes.
Un momento después de haber estrechado la mano al fiscal Levine, Anne Webster bajó la mirada y sobre la mesa vio un objeto dentro de una bolsa de plástico transparente etiquetada.
—¡Oh, cielos, la pulsera de Karen! —exclamó—. ¿Dónde la han encontrado?
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Una hora después, el fiscal Levine y Sarah estaban en el despacho del juez Armon.
—Señoría —dijo Levine—. No sé cómo empezar, pero estoy aquí con Sarah Kenyon para apoyarla en su petición de un aplazamiento de dos semanas para dictar la sentencia de Laurie Kenyon.
El juez enarcó las cejas.
—¿Por qué?
—Señoría, nunca se me había presentado un caso como éste, en especial cuando el acusado se ha declarado culpable; pero tenemos serias razones que nos hacen dudar que Laurie Kenyon cometiera el homicidio. Como usted sabe, Miss Kenyon explicó que no recordaba haber cometido el delito, pero que la investigación del Estado la había convencido de que lo había hecho.
»Ahora disponemos de pruebas sorprendentes que nos proporcionan serias dudas acerca de su culpabilidad.
Sarah escuchó en silencio mientras el fiscal explicaba al juez el asunto de la pulsera, le mostraba la declaración del dependiente de la joyería, el comprobante de la compra de combustible en la gasolinera de Clinton y las declaraciones juradas de Anne Webster y de Connie Santini.
El juez Armon leyó los documentos y examinó el recibo. Cuando acabó, negó con la cabeza.
—Hace veinte años que ocupo el estrado, y jamás había visto nada parecido. Por supuesto que, dadas las circunstancias, aplazo la fecha de la sentencia.
Miró a Sarah con simpatía. Permanecía sentada, agarrada con fuerza a los brazos del sillón, y con una variada mezcla de emociones en su rostro. Ella intentó mantener la voz pausada cuando le habló.
—Señoría, por una parte estoy exultante de alegría; pero, por otra, me siento avergonzada por haberle permitido que se declarara culpable.
—No sea tan dura consigo misma, Sarah —dijo el juez—. Todos sabemos que se ha dejado la piel en esa defensa.
El fiscal se levantó.
—Tenía el propósito de hablar con Mrs. Grant antes de la sentencia acerca de la declaración que quería hacer en la Sala. Ahora me parece que voy a decirle cuatro cosas sobre la muerte de su marido.
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—¿Qué quiere decir con eso de que la sentencia no tendrá lugar el lunes? —preguntó Karen indignada—. ¿Cuál es el problema? Mr. Levine, creo que usted debería darse cuenta de que todo esto es una horrible tortura para mí. No quiero volver a ver a esa chica. Ya el solo hecho de preparar la declaración que voy a hacer ante el juez es para volverse loca.
—Son causas técnicas que surgen de vez en cuando —contestó Levine—. ¿Por qué no viene mañana alrededor de las diez? La repasaremos juntos.
*****
Connie Santini llegó a la agencia a las dos de la tarde, esperando que la ira de Karen cayera sobre ella. El fiscal le había advertido que no le dijera nada sobre la reunión que había mantenido con él. Sin embargo, Karen parecía preocupada, y no le hizo pregunta alguna.
—Coge tú el teléfono —dijo a Connie—. Di que he salido, tengo que preparar mi declaración. Quiero que ese juez sepa todo lo que he pasado.
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Al día siguiente, Karen se vistió con sumo cuidado. Sería un poco exagerado vestirse de negro, así que eligió un vestido con chaqueta azul marino y zapatos a juego. Se maquilló muy poco.
El fiscal no la hizo esperar.
—Pase, Karen. Me alegro de verla.
Siempre era muy amable y lo encontraba muy atractivo. Karen le sonrió.
—He preparado mi declaración para el juez. Creo que refleja bastante bien todo lo que siento.
—Antes de eso hay un par de cosas que quiero aclarar con usted. ¿Quiere seguirme, por favor?
A Karen le sorprendió que no pasaran al despacho. La precedió hasta una habitación pequeña, donde había varios hombres y una taquígrafa. Ella reconoció a dos de los hombres como los policías que habían hablado con ella en la casa la mañana en que el cadáver de Allan fue encontrado.
Había algo distinto en el fiscal Levine, su voz era más seca e impersonal cuando empezó a hablar.
—Karen, voy a leerle sus derechos —dijo.
—¿Cómo?
—Tiene derecho a permanecer callada. ¿Lo entiende?
Karen Grant notó que el color huía de su rostro.
—Sí.
—Tiene derecho a un abogado… Cualquier cosa que diga puede ser utilizada en su contra delante de un tribunal…
—Sí, lo comprendo, pero ¿qué diablos está pasando? Soy la viuda de la víctima.
Levine continuó leyéndole sus derechos y preguntándole si los entendía. Por último solicitó:
—¿Querrá leer y firmar el formulario de renuncia de derechos y responder a nuestras preguntas?
—Sí, lo haré, pero creo que todos ustedes están locos. —La mano de Karen temblaba cuando firmaba el documento.
El interrogatorio comenzó. Ella no prestó atención a la cámara de vídeo ni a la taquígrafa que recogía lo que se decía allí.
—No, claro que no salí del aeropuerto… No, no lo tenía estacionado en otro lugar…, Anne chochea y siempre está medio dormida… Estuve sentada viendo ese tostón de película mientras ella roncaba a mi lado.
Le enseñaron el recibo de la tarjeta por el combustible que había echado en la gasolinera.
—Es un error. La fecha está equivocada. Esa gente nunca sabe lo que hace.
La pulsera.
—Las venden a docenas. ¿Acaso cree que soy la única dienta de la tienda? Da igual, la perdí en la agencia, incluso Anne Webster dijo que no la llevaba puesta en el aeropuerto.
A Karen empezó a zumbarle la cabeza cuando el fiscal le indicó que el cierre de su pulsera era distinto, que en la declaración jurada de Anne Webster constaba que sí había visto la pulsera en la muñeca de Karen en el aeropuerto, y que había telefoneado allí para informar de la pérdida.
El tiempo transcurría y ella continuaba respondiendo a sus preguntas.
¿Sus relaciones con Allan?
—Eran perfectas… Estábamos locamente enamorados el uno del otro… Por supuesto que esa noche no me pidió el divorcio por teléfono.
¿Edwin Rand?
—Sólo es un amigo.
¿La pulsera?
—No quiero seguir hablando de la pulsera. No, no la perdí en el dormitorio.
Comenzaban a hinchársele las venas del cuello, tenía los ojos llorosos y retorcía un pañuelo entre las manos.
El fiscal y los policías vieron que empezaba a darse cuenta de que no se saldría con la suya. Ella se dio cuenta de que la red caía sobre ella.
El policía de mayor edad, Frank Reeves, representó el papel de persona comprensiva.
—Me hago cargo de cómo ocurrió. Usted fue a casa para hacer las paces con su marido. Él estaba dormido. Entonces usted vio la mochila de Laurie Kenyon junto a la cama. Quizá pensó que Allan, después de todo, le había estado mintiendo en lo referente a sus relaciones con ella. Usted tuvo un arrebato. El cuchillo estaba allí. Unos segundos más tarde se dio cuenta de lo que había hecho. Debió de ser un golpe terrible para usted cuando le dije que habíamos encontrado el cuchillo en la habitación de Laurie.
Conforme Reeves hablaba, la cabeza de Karen se iba inclinando y el cuerpo se encogía.
—Al ver la mochila de Laurie —dijo ella con lágrimas en los ojos—, pensé que Allan había estado engañándome. Él me había dicho por teléfono que quería divorciarse porque había otra persona. Cuando usted me dijo que el cuchillo lo tenía ella, no podía creerlo. Y tampoco podía creer que Allan estuviera muerto. Yo no quería matarle. —Miró suplicante los rostros del fiscal y de los policías—. Yo lo amaba, ¿saben? Era tan generoso.