Anne Webster y su marido regresaron del viaje el 26 de agosto. Moody consiguió hablar con ella a las doce y convencerla para que les recibiera, a él y a Sarah, lo antes posible. Cuando llegaron a Bronxville, Anne fue inesperadamente directa al grano.
—He estado pensando mucho en la noche del asesinato de Allan. Usted sabe que a nadie le gusta que le tomen el pelo. Dejé que Karen insistiera en que no había movido el coche, pero resulta que tengo pruebas de que sí lo hizo.
Moody ladeó la cabeza. Sarah se quedó de piedra.
—¿Qué clase de prueba, Mrs. Webster? —preguntó él.
—Ya le comenté que Karen estaba nerviosa mientras conducía hacia el aeropuerto. Pero no me acordé de decirle a usted que ella se enfadó conmigo cuando le avisé de que llevaba poca gasolina. Bueno, pues no repostó camino del aeropuerto, ni cuando volvíamos, ni a la mañana siguiente, cuando fui con ella a Clinton.
—¿Sabe si Karen paga la gasolina con tarjeta de crédito o en efectivo?
Anne esbozó una sarcástica sonrisa.
—Ya puede apostar a que la gasolina de esa noche fue por cuenta de la tarjeta de crédito de la agencia de viajes.
—¿Dónde tiene el estado de cuentas del pasado enero?
—En la agencia. Karen no me dejará entrar y mirar los archivos, pero Connie lo hará si se lo pido. La llamaré.
Habló por los codos con su ex secretaria. Luego colgó.
—Tienen suerte —dijo—, Karen se encuentra de excursión con la «American Airlines». Connie revisará los extractos de las cuentas con mucho gusto. Está furiosa con Karen, ya que le ha pedido aumento de sueldo y ella se lo ha negado.
Camino de Nueva York, Moody advirtió a Sarah:
—Ya sabe que aunque podamos probar que Karen estuvo en Clinton esa noche, no hay nada que la relacione con el asesinato de su marido.
—Por supuesto, pero tiene que haber algo tangible en lo que podamos meter las manos.
*****
Connie Santini les dedicó una radiante sonrisa.
—El estado de cuentas de una gasolinera de «Exxon», a la entrada de la A-78 y a cinco kilómetros de Clinton —dijo—. Y una copia del recibo con la firma de Karen. Me largo de este trabajo. Es una tacaña. El año pasado no pedí aumento porque el negocio no iba bien Ahora vamos viento en popa y no quiere soltar un céntimo. Les diré algo importante: gasta más dinero enjoyas de lo que yo gano en un año.
Connie indicó la joyería «L. Crown», situada enfrente.
—Compra ahí igual que otras personas van por pasta de dientes a la farmacia. Pero también es una tacaña en eso. El mismo día en que su marido murió había comprado una pulsera que luego perdió. Me obligó a poner toda la oficina patas arriba. Cuando recibimos la llamada informando de la muerte de su marido, estaba en «Crown», hecha una fiera, acusándoles de que el cierre era una porquería. Había vuelto a perderla, y esta vez para siempre. El cierre no era defectuoso, pero ella no lo cerraba bien. A pesar de eso, les obligó a que le regalaran una pulsera nueva.
«Una pulsera —pensó Sarah—. ¡Cielos, una pulsera!». En el dormitorio de Allan Grant, el mismo día que Laurie se declaró culpable, o, mejor dicho, su personalidad alterada como niño, había hecho el gesto de recoger un objeto del suelo y metérselo en el bolsillo. Nunca se le pasó por la cabeza que la pulsera encontrada dentro de los vaqueros manchados de sangre de Laurie no fuera suya. No había pedido verla.
—Miss Santini, nos ha ayudado mucho —dijo Moody—. ¿Aún se quedará aquí un rato?
—Hasta las cinco, no pienso regalarle ni un minuto a esa zorra.
—Estupendo.
Un dependiente joven estaba detrás del mostrador de «Crown». Impresionado por la insinuación de Moody de que era investigador de una compañía de seguros y preguntaba por cierta pulsera perdida, el muchacho se precipitó a mirar los archivos.
—Sí, señor. Mrs. Grant compró una pulsera el 28 de enero. Era un nuevo diseño y lo teníamos expuesto en el escaparate, oro retorcido con plata que daba la impresión de brillantitos. Una belleza. Valía mil quinientos dólares. Pero no entiendo por qué ha efectuado una reclamación, le dimos otra pulsera nueva. A la mañana siguiente volvió muy enfadada. Estaba segura de que se le había resbalado de la muñeca poco después de comprarla.
—¿Por qué estaba tan segura de eso?
—Nos dijo que ya se le había caído una vez en el despacho antes de perderla definitivamente. Con franqueza, el problema era que tenía un nuevo tipo de cierre, muy seguro, pero hay que entretenerse un poco para cerrarlo como es debido.
—¿Tiene el registro de ventas? —preguntó Moody.
—Desde luego, pero decidimos entregarle otra pulsera. Mrs. Grant es una buena cliente.
—¿No tendría por casualidad una fotografía de la pulsera u otra similar?
—Tengo las dos cosas. Hemos fabricado bastantes desde enero.
—¿Todas son iguales? ¿Tenía algún detalle especial la de Mrs. Grant?
—El cierre. Después del incidente con Mrs. Grant cambiamos el de las otras. No queríamos que volviera a presentarse el mismo problema. —Metió la mano debajo del mostrador—. Mire, el cierre original era así… El que utilizamos ahora se desliza y lleva una cadenita de seguridad.
El dependiente era todo un artista.
Con una fotocopia de la hoja de ventas del 28 de enero, una fotografía en color de la pulsera y el dibujo firmado y numerado, Sarah y Moody volvieron a la «Global Travel Agency». Connie les estaba esperando, picada por la curiosidad. Marcó el número de teléfono de Anne Webster y le pasó el auricular a Moody, que pulsó el botón del altavoz.
—Mrs. Webster, ¿hubo algo relacionado con una pulsera extraviada la noche en que usted estaba con Karen en el aeropuerto de Newark?
—Oh, sí. Como le dije, Karen nos llevaba a la dienta y a mí de vuelta a Nueva York. De repente, ella dijo: «Maldita sea, la he perdido otra vez». Entonces se volvió hacia mí, muy trastornada, y me preguntó si me había fijado en si llevaba la pulsera puesta en el aeropuerto.
—¿Y se había fijado?
Anne vaciló.
—Le dije una mentirijilla. Sabía que en la sala de espera la llevaba; pero tal y como se había comportado el día que la perdió en la agencia… bueno, yo no quería que diera un espectáculo delante de la dienta. Le contesté que en el aeropuerto no la llevaba, que probablemente se le había caído en el despacho. Pero telefoneé al aeropuerto esa misma noche, por si alguien la encontraba. En realidad no pasó nada, el joyero le dio otra.
«Gracias, Dios mío», pensó Sarah.
—¿La reconocería, Mrs. Webster? —preguntó Moody.
—Y tanto. Nos la enseñó a Connie y a mí y nos dijo que era un diseño nuevo.
Connie asintió.
—Mrs. Webster, volveré a llamarla. Nos ha sido de gran ayuda. —«Muy a pesar suyo», pensó Moody mientras colgaba el auricular.
Quedaba un último detalle. «Por favor, Señor, por favor»; rezaba Sarah cuando marcaba el número del fiscal de Hunterdon. Al ponerse éste al aparato, le explicó lo que necesitaba.
—Sí, espero.
Mientras aguardaba, informó a Moody que habían enviado una persona al depósito de pruebas. Esperaron en silencio durante unos diez minutos. Entonces, el detective vio que el rostro de Sarah se iluminaba y que los ojos se le llenaban de lágrimas.
—De oro entrelazado con plata… Muchas gracias —dijo—. Necesito verle a primera hora de la mañana. ¿Estará el juez Armon en su despacho?