—Ya se acerca —dijo Laurie a Donnelly con naturalidad mientras se quitaba los zapatos y se tendía en el diván.
—¿Qué se acerca, Laurie?
Suponía que se refería a la cárcel, pero en cambio, dijo:
—El cuchillo.
Era Kate quien hablaba.
—Doctor, creo que ambos hemos hecho todo lo posible.
—Oye, Kate, esas palabras no son propias de ti.
«¿Acaso Laurie tenía tendencias suicidas?», se preguntó. Entonces oyó una carcajada.
—Kate presiente la catástrofe, doctor. ¿Tiene un cigarrillo?
—Claro. ¿Qué tal, Leona?
—Está a punto de acabar. Por cierto, que ha mejorado usted en el golf.
—Gracias.
—Le gusta Sarah, ¿verdad?
—Mucho.
—No permita que sea muy desgraciada.
—¿Con respecto a qué?
Laurie extendió los brazos.
—Tengo jaqueca —murmuró—. Ya no me ocurre sólo de noche. Incluso ayer, cuando Sarah y yo estábamos en el campo de golf, pude ver la mano que sujetaba el cuchillo.
—Laurie, los recuerdos van emergiendo. ¿No puedes liberarlos?
—No puedo librarme de la culpa.
¿De quién era la voz? ¿De Leona o de Kate? Por primera vez, Justin no lo sabía.
—Hice cosas horribles, repugnantes. Una parte secreta de mí las recuerda.
Justin tomó una decisión.
—Vamos a dar un paseo por el parque. Nos sentaremos a ver jugar a los niños.
*****
Columpios y toboganes estaban llenos de niños. Ellos se sentaron en un banco, cerca de madres y niñeras. Los chiquillos reían, se llamaban a gritos, se peleaban por subir a los columpios. Justin vio una niña que debía de tener unos cuatro años. Jugaba con una pelota. Varías veces la niñera le había advertido:
—No te alejes tanto, Christy.
La niña, ensimismada con la pelota, no parecía oírla. Por último, la mujer se levantó, corrió hacia la niña y le quitó la pelota.
—Te he dicho que no te alejaras —la regañó—. Si se te escapa la pelota a la carretera, puede atropellarte un coche.
—No me he dado cuenta. —La expresión de su carita era triste y arrepentida. Entonces se volvió, notó que Laurie y Justin la miraban y les sonrió—. ¿Os gusta mi suéter? —preguntó.
La niñera se acercó.
—Christy, ya sabes que no debes molestar —dijo a modo de disculpa—. Christy piensa que todo lo que se pone es precioso.
—Bueno, pues el suéter lo es —contestó Laurie.
Pocos minutos después iban de regreso a la clínica.
—Supongamos que esa niña —dijo Justin—, enfrascada en sus cosas, se ha alejado demasiado del parque y alguien la coge, la mete en un coche, se la lleva y abusa de ella. ¿Crees que años después podría culparse a sí misma?
Laurie rompió a llorar.
—Ha puesto el dedo en la llaga, doctor.
—Entonces perdónate como perdonarías a la niña si hoy le hubiese ocurrido algo que ella no pudo evitar.
Entraron en el consultorio de Justin. Laurie se tendió en el diván.
—Si esa niñita hubiera sido secuestrada… —ella dudó.
—Tal vez puedas imaginar lo que le hubiera ocurrido —le insinuó Justin.
—Ella quería volver a casa. Mamá se enfadaría con ella porque había salido a la calle. Había un nuevo vecino, con un hijo de diecisiete años que conducía como un loco. Mami dijo que la pequeña no podía salir del jardín. Un coche podría atropellarla. Ellos querían mucho a la pequeña, la llamaban su milagro.
—¿Pero no la llevaban a casa esas personas?
—No. Ellos conducían y conducían. La niña lloraba, la mujer la pegaba y le decía que se callara. El hombre con los brazos peludos la sentó en su regazo. —Las manos de Laurie se abrían y cerraban.
Justin observó que doblaba la espalda.
—¿Por qué haces eso?
—Le han dicho que salga del coche. Tiene frío. Ella necesita hacer pis, pero él quiere sacarle una foto y la obliga a ponerse al lado del árbol.
—¿La fotografía que rompiste te hizo recordar eso?
—Sí. Sí.
—¿Y durante el tiempo que la niña estuvo con él…, durante el tiempo que tú estuviste con él…
—¡Me violaba! —gritó Laurie—. Yo nunca sabía cuándo iba a ocurrir. Siempre, después de cantar los himnos en la mecedora, me llevaba arriba. Siempre entonces. Siempre entonces. Me hacía mucho daño.
Justin la abrazó para consolarla.
—Calma, calma. Dime sólo una cosa. ¿Era culpa tuya?
—Él era tan grande. Yo intentaba apartarle. Yo no podía hacer que se detuviera —chilló—. ¡No podía hacer que se detuviera!
Era el momento de preguntar:
—¿Estaba Opal allí?
—Opal era su esposa.
Laurie jadeó y se mordió el labio inferior. Entonces entrecerró los ojos.
—Doctor, ya le advertí que era una palabra prohibida. —El chiquillo de nueve años no permitiría ya que ese día escaparan más recuerdos.